martes, noviembre 5, 2024

Biden, el doliente

Después del fanfarrón, llega el doliente. Donald Trump fue eso: un hombre que hace alarde de lo que no es. Que es un gran empresario, que usa las mejores palabras, que es el más estable de los genios, que es experto en todo y que comprende de inmediato lo más complejo. Joe Biden, su sucesor, está en el extremo opuesto de este farol. Un político católico que habla desde la humildad o, más bien, desde el duelo.

En el libro que escribió tras la muerte de su hijo Beau, identificaba uno de sus mayores orgullos: ser capaz de acompañar el dolor de lo otros. “A lo largo de los años he descubierto que mi presencia casi siempre consuela a quienes han sufrido pérdidas repentinas e inesperadas. No es que yo tenga un poder especial, es que mi historia me precede.” Esa vida hecha de pérdidas más que de hazañas es la que conforma la biografía política de Biden. Puede ser, curiosamente, su prenda política más valiosa para estos tiempos. Puede hablarse del centrista que busca diálogo, del legislador experimentado que conoce las entrañas del poder, de la preparación de décadas para llegar a la oficina presidencial, pero quizá lo más importante que aporta Biden para un tiempo desgarrado por el encono y la muerte es, más que una idea o una propuesta, una sensibilidad.

Nadie tan opuesto a Trump como su sucesor. El contraste tal vez ilustre el sentido de las disyuntivas contemporáneas. Más allá de la oposición de ideas, el contraste de las emociones que se cultivan y se explotan políticamente. El millonario furioso fue el vehículo perfecto para la política del odio, de la mentira y el desprecio. Sus discursos eran soflamas de ira, salpicadas de burlas e insultos. Por eso había en ellos constantemente, una insinuación de violencia. El enemigo estaba siempre presente en sus intervenciones: los invasores del sur, los chinos, los explotadores del pantano, los musulmanes, los medios. Tomar la palabra era, para él lanzarse al pleito. El péndulo ha puesto en Biden el poder que hace una semana tenía el patán. Su apuesta ha sido siempre la negociación, el diálogo, la unidad. Tal vez hace unos años esa prédica habría parecido insustancial; retórica vacía. Hoy captura la urgencia, mejor de lo que lo podría hacer el más razonable proyecto técnico.

El discurso de toma de posesión de Biden es una pieza valiosa por esas mismas razones. No se encuentra ahí un bosquejo de sus prioridades legislativas, ni los principios básicos de su estrategia económica. No hay una idea de Estados Unidos en el mundo, ni una reflexión relevante sobre las maneras de encarar el reto ambiental. En esos términos el discurso es francamente superficial. Pero hay algo quizá más importante que una propuesta precisa y detallada de políticas públicas. Algo que captura la miga de la circunstancia: el abrazo del consuelo y la empatía, el llamado al entendimiento. Lo que se escucha en su discurso es, en el fondo, la propuesta de cambiar el tono. El presidente Biden no grita como su antecesor. No insulta. Si habla de una lucha es contra abstracciones: el odio, la mentira, el extremismo, no contra quienes odian, los mentirosos o los extremistas. Sabe que la fragilidad constituye a la democracia y que las palabras también pueden romperla. Y para cuidarla es necesario empezar por respetar la verdad y respetar al otro.

San Agustín apareció en el discurso del segundo presidente católico de los Estados Unidos para sostener que la política no es asunto de fuerza sino de moralidad. Por eso aludió Biden indirectamente al lema de su antecesor, quien llamaba a recuperar la grandeza perdida de los Estados Unidos. La historia norteamericana, planteó el nuevo presidente no puede ser contada solamente en términos de poderío. La grandeza de un país no puede separarse de su bondad.

La filósofa Martha Nussbaum ha hablado del analfabetismo emocional del liberalismo contemporáneo. El liberalismo, ha sostenido en múltiples ensayos, ha dejado a sus adversarios la explotación de la ira, el miedo, la repulsión. Ha confiado en una racionalidad estricta que expulsa de la plaza pública la emotividad, como si fuera un asunto que pudiera confinarse al espacio doméstico. El discurso de Biden toma la dimensión afectiva de la política en serio para arrebatársela al populismo polarizante.

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