martes, abril 16, 2024

Filosofía felina

Hace un poco más de diez años, John Gray, un filósofo político que daba clases en la London School of Economics, decidió retirarse de la docencia y dedicarse a una escritura más libre. Gray, un liberal que ha cuestionado el liberalismo hecho dogma, rema desde hace tiempo contra los grandes consensos. El iconoclasta se ha lanzado contra los dioses del progreso, la modernidad, la globalización. El humanismo, inclusive. El humanismo es la arrogancia de nuestra especie. Es la convicción de que los seres humanos ocupamos un sitio único en el universo, que somos los favoritos de Dios o la culminación de la naturaleza. Un desplante que nos hace imaginar el planeta como un material a nuestro servicio.

Liberado del compromiso de leer las conferencias de sus colegas y de calificar los trabajos de sus alumnos, Gray se ha puesto a pensar en lo que nos enseñan los gatos. A dos hermanas burmesas, Sophie y Sarah, y a dos birmanos muy longevos, Jamie y Julian, les debe la reflexión que alimenta su libro más reciente: Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida. Gray observa a sus gatos y se dispone a entender sus lecciones. Gray pone a prueba las nociones de los grandes pensadores en los maullidos de sus gatos porque ve en la condición felina al otro más extremo y, al mismo tiempo, más íntimo. Por fortuna, dice, el gato no se ha “humanizado.” El misterio de su ronroneo es el cuestionamiento más profundo porque, a pesar de vivir con nosotros, no tiene la menor intención de obedecernos o de imitarnos.

Es conocida aquella divagación de Montaigne sobre su gato. Cuando juego con él, se preguntaba, ¿seré yo su juguete? A diferencia del perro que terminó siendo casi un reflejo del amo, el gato permanece como un salvaje en nuestra recámara. No vemos en sus saltos y en sus ronquidos el valor, la ternura, la fidelidad que tanto apreciamos en los perros sino otra cosa: elegancia, agilidad, autonomía, pereza, sensualidad. En su deambular por la casa, en su vagabundeo por la calle se esconde una idea de la felicidad, de la ética, del amor y del tiempo. Otro sentido de la vida.

Cuando Gray le contó a un filósofo que estaba trabajando en un ensayo sobre la filosofía gatuna, el colega respingó de inmediato, ¿cómo pretendes hacer algo así? ¡Los gatos no tienen historia! Gray contestó con otra pregunta, ¿Será que eso es una desventaja? No tendrán historia los gatos, tal vez porque no les hace falta, porque no quieren salir de un atraso para proyectarse hacia ningún lado. No necesitan inventarse un cuento, no dependen de un mito que le imprima significado a su existencia. Pasear, acurrucarse, dormir, jugar un poco, acariciarse, volver a dormir les es suficiente.

En un cuento, José Emilio Pacheco veía al gato meditando todo el día en el absurdo y la vacuidad del universo. Porque sabe eso ocupa a plenitud el instante en que vive. Un gato vería los empeños humanos por construir un relato que trace el sentido de su existencia como un absurdo, una contraproducente manera de lidiar con la ansiedad. El gato no nos hace su dios porque no necesita ilusiones. Si está a salvo y tiene comida, no necesita de nada ni de nadie. Si encuentra cariño, lo disfruta sin exigir nada. Los gatos, dice Gray, pueden ser nuestros maestros porque no echan de menos la vida que no tienen, porque no creen que la felicidad sea un proyecto, porque no viven de recuerdos, porque no se aferran al dolor, porque se liberan con facilidad de la desgracia, porque no conocen los celos, porque quieren sin dependencia, porque no temen la oscuridad. Porque se entregan envidiablemente al placer.

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