Rolando Cordera Campos
La elaboración de la política económica frente a la crisis y los reiterados impactos de la pandemia sobre los sentimientos económicos encara dificultades y cotidianamente topa con dosis crecientes de incertidumbre. No solo respecto al futuro, sino en relación con la eficacia con la que nuestros teoremas pueden convertirse en instrumentos más o menos confiables de intervención estatal en los mercados, las decisiones de inversionistas y empresarios y demás. Después de todo, de eso se trata y ha tratado la política que insistimos en querer pública, aunque ahora lo que priva es una opacidad que se nos viene encima como una nueva plaga.
Los conocimientos han sido puestos contra la pared, pero lo más grave en lo inmediato es que los gobiernos y, más en general, los Estados, corren la misma suerte: poco a poco sus ciudadanías desisten, a veces imperceptiblemente, de ejercer sus atributos fundamentales que, en verdad, son fundacionales. Así, renuncian al ejercicio de sus capacidades deliberativas y se sumen en un escepticismo militante, manera poco estridente, pero muy corrosiva de renunciar a derechos primordiales.
Esta circunstancia se agrava si se consideran casos de democracias relativamente nuevas, como podría ser la nuestra, a pesar de la edad que tiene la definición constitucional del régimen político. En vez de haber tomado en serio la tarea reformadora del Estado, que no pocos vimos como indispensable, por pedagógica y vigorizadora del propio Estado, muchos de los próceres de la transición a la democracia se conformaron con la construcción de una “democracia para demócratas”. En su carrera por democratizar las instituciones electorales olvidaron quiénes eran los sujetos de dicha transformación y cuáles sus objetivos. ¡Qué hablen los votos!, me dicen que dijo uno de estos próceres y los demás le siguieron.
En su gran mayoría, los ciudadanos actuales no transitaron por la experiencia del reclamo democrático. En el mejor de los casos, algunos pocos asistieron a alguna actividad propiamente cívica, como audiencias públicas en el Congreso de la Unión o asambleas deliberativas o de estudio y discusión en los auditorios de los partidos que emergían a una renovada plaza pública. Pero no mucho más.
Así tuvo lugar el despliegue de la transición como forma aproximativa a un nuevo régimen político propiamente dicho, sin que de manera natural los valores democráticos se afirmaran. El caso más extremo, por nocivo para el futuro del intercambio democrático, es el de muchas universidades públicas y privadas, donde impera el vacío democrático representativo y domina la representación por autodesignación de algunos grupos de activistas, cuando no el desierto político e institucional.
La falta de prácticas ciudadanas, ejercicio permanente de formación intelectual para la ciudadanía, se aprecia en los intercambios legislativos y de muchos gobernantes; en la ausencia de debates informados entre alternativas de política económica y social. Territorio en el que la democracia “germinal”, de la que habla José Woldenberg, brilla por su ausencia, oprimida por elementales cálculos de oportunidad o beneficio político.
La situación se agrava si se asume que la depresión económica no parece estar de paso y se considera un elemental cuadro de lo que esta perspectiva implica para la sociedad y sus comunidades más débiles y afectadas desde antes. Estas cuentas las ha emprendido el Coneval, en buena medida sostenido por el INEGI, pero no se oyen en los partidos ni en sus foros deliberativos. El empeoramiento en renglones vitales como la nutrición, la educación básica y el empleo, no parece quitarle el sueño a ninguno de los suspirantes al juego del poder.
Lo que en realidad manda, es una suerte de analfabetismo moral. Una negación abierta, hasta festiva, de la política y por esa vía de la democracia, por parte de sus inmediatos beneficiarios y actores. Cuando la simulación militante se pretende diálogo, y la paranoia ejercicio del poder, no hay diálogo posible, menos comunidad de iguales.
Y la cosa se pone grave.