viernes, noviembre 22, 2024

Sin aliento

Rolando Cordera Campos

De que hay necesidad y urgencia de cambiar no debería haber duda, en especial el flanco económico de la sociedad. La economía no ha rendido lo que se prometió cuando arrancó el gran cambio institucional de fines del siglo pasado y, ahora, pasa por su peor momento. Y no necesariamente como fruto directo de aquellas mutaciones.

Con todo y la esperanza que el Presidente decidió repartir en su regreso a la mañanera, no es posible obviar los panoramas de decaimiento que los cierres han traído no solo sobre la producción de mercancías, sino sobre el ánimo de millones de mexicanos que ven en la acción individual y empresaria el mejor camino para progresar y vivir mejor.

Para las mayorías, formadas por trabajadores de diferentes categorías casi todas ligadas al salario en sus varias modalidades, el horizonte está marcado por el declive del salario medio y la incorporación mayoritaria de los ocupados en niveles de ingreso menores. Solo en los niveles salariales equivalentes a un salario mínimo y menos se registra un incremento, ha informado el INEGI, contrastando con el descenso en el resto de las categorías.

Desde antes de que la pandemia pusiera en modo suspenso la actividad económica, podíamos decir que en México se había configurado una sociedad de bajos sueldos y salarios; mal pagada y sin perspectivas ciertas de superación razonable de esa circunstancia por la vía del trabajo asalariado. De ahí la pulverización del trabajo y la apuesta familiar de millones por una “campechana” terrible de trabajo informal y formal, en detrimento de los modos de vida familiares. Esta situación que en estos años se ha seguido tejiendo, pero que inició desde fines del siglo pasado, parece haber arraigado como eje del mercado laboral en su conjunto, para convertirse en heraldo de un panorama social desastroso. Además, asentado en nuestras ciudades grandes y medianas.

Junto con la vulnerabilidad, definida por la carencia de acceso a los bienes públicos esenciales y garantizados constitucionalmente, este auténtico régimen de salarios miserables determina nuestra faz social y condiciona la cotidianidad de los trabajadores y sus familias. En particular, afecta el porvenir de los niños y jóvenes que sufren una pobreza inclemente que se agudiza con la pandemia y sus clausuras.

No hay sociabilidad más allá de la que permite la virtualidad o la que se arrostra bajo alto e inminente riesgo. El trabajo se vuelve maldición y su organización y estandarización una afrenta. Para la juventud es una terminal casi inalcanzable que solo se alivia en la calle y en los encuentros con la banda. “Sin aliento”, hubieran dicho Jean Seberg y Belmondo, al ver pasar la vida y las horas de este renovado ejército de desheredados del otrora orgulloso régimen constitucional de la Revolución Mexicana.

El Presidente se compromete a seguir en la lucha por el cambio sin definirlo, lo que no le impide negar o soslayar las cifras y los datos sobre la corrosión del trabajo y el decaimiento del ingreso; el desgaste y la oxidación implacable de instituciones y modos seculares de defensa contra el empobrecimiento y el recrudecimiento de las penurias. Prefiere la confrontación con quienes debería buscar formas varias de cooperación para reconstruir la economía mixta, denostar sin razón ni justificación alguna a intelectuales liberales y promotores culturales reconocidos como Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze.

Primero es la vida, proponen Toño Lazcano y otros científicos destacados y claro que muchos los acompañamos. Y no por eso nos convertimos en “intelectuales orgánicos”, según la extravagante lectura presidencial de Gramsci.

La vida no se puede proteger mistificando la intemperie, hasta proponerla como hábitat deseable. No hay superación sostenida de la pobreza y abatimiento duradero de la desigualdad con un gobierno empobrecido y aterido por la inseguridad y la precarización del empleo.

Que nuestro ideal político consista en igualar hacia arriba, no hacia abajo, decía Alfonso Reyes. Claro que primero los pobres, pero para que no haya tantos.

La austeridad extrema en tiempos de precariedad y receso no eleva el espíritu. Entorpece los reflejos y debilita los músculos…Y el corazón y el cerebro son eso, músculos.

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