viernes, noviembre 22, 2024

Diálogos para el desarrollo II (y último)

La recuperación global fue accidentada y distorsionada por la imposición, en varias naciones, de una política de austeridad que obstaculizó las disposiciones naturales de las economías a la restauración. Se impusieron unos ritmos socialmente insatisfactorios y económicamente insuficientes para inocular a la recuperación de dinámicas promisorias y duraderas.

Las iniciativas de Naciones Unidas en torno a un “Green New Deal”, el desarrollo sostenible y el combate al cambio climático, deben inscribirse en los escenarios de mal desempeño de las economías políticas del mundo. Ahora con los episodios trágicos iniciados en 2020, la posibilidad de hacer cambios en las orientaciones fundamentales de las políticas económicas y sociales es una necesidad vital para superar el reto existencial que, decíamos, desde 2008 el mundo no ha superado.

Rescatar ya para luego reconstruir, según la oportuna formulación de James Galbraith, parece haberse constituido en la palabra de orden del nuevo gobierno estadunidense, en busca de volver a establecer sintonía con las convocatorias de las Naciones Unidas. La idea misma de un “nuevo trato” refiere a una reinvención, una reactualización, de aquellos esfuerzos que, primero en Estados Unidos y luego en la Europa en reconstrucción, hicieron época. No solo se trataba de evitar que “aquello” se repitiera, sino de abrir nuevas fronteras al mundo y de ampliar sus espacios a los contingentes que emergían del hundimiento colonial y, en general, de la conmoción planetaria que fue la Segunda Guerra.

Así, las estrategias de rescate y reconstrucción del “mundo de ayer”, a decir de Stefan Zweig, buscaron desplegarse en la forja de los nuevos mundos del desarrollo, cuya necesidad histórica y factibilidad política y económica habían sido ya planteadas de manera precoz por aquellos pensadores sociales que luego formarían la legión del desarrollo latinoamericana agrupada en la Cepal.

Su mensaje de transformación productiva con eje en la industrialización, fue diseminado en los nuevos territorios humanos, intelectuales y materiales que con el tiempo darían lugar a los mundos del desarrollo. A lo largo del último tercio del siglo XX, las ecuaciones delineadas y llevadas a la práctica por aquellos nuevos tratos fueron trastocadas por nuevas crisis y conflictos globales y estructurales que empezaron en los años setenta: la crisis larga de acumulación del mundo avanzado y el inicio de su reconversión energética; las conmociones del mercado petrolero mundial; la agudización de la lucha económica de clases, el declive en los procesos de acumulación y la irrupción de la llamada “stagflation”, no solo pusieron al movimiento obrero organizado contra la pared, sino que sirvieron para justificar el abandono del keynesianismo y la emergencia del discurso neoliberal; la “revolución de los ricos” como la ha llamado Carlos Tello.

En fin, el ascenso imparable del capitalismo financiero con alcances globales, sin Guerra Fría y con mercados en fusión hacia un gran mercado unificado. Así, empezó a configurarse un nuevo orden, preconizado por el presidente Bush padre, al término de la primera guerra del Golfo; con Estados y naciones comprometidos con la promoción y protección de los derechos humanos, también regímenes políticos articulados bajo formatos democrático-representativos.

Economías intensamente integradas, grandes cambios técnicos y, se decía, sociedades progresivamente protegidas de riesgos y con sistemas de salud pública, sostenidos por investigaciones científicas y desarrollos tecnológicos, parecía ser la suma de las transformaciones que anunciaban “un vuelco evolutivo de la especie”; algunos, incluso, llegaron a preguntarse si se trataba del preámbulo a una eternidad.

El precio a pagar empezaba a quedar claro y pronto fue codificado en un celebrado Consenso concebido en el Washington de los reinos financieros: renuncia de los Estados nacionales al dominio sobre la economía y sus procesos distributivos; en particular, la política comercial fue vista como auxiliar, siempre dispuesto, para superar conflictos y ampliar sostenidamente los intercambios internacionales de mercancías y recursos financieros.

Tras haber sido superada, aparente o realmente, la crisis de la deuda externa de los países en desarrollo, inaugurada por México en 1982, solo había que crear las condiciones para evitar que aquellas circunstancias se repitieran. De aquí la legitimidad global de los programas de cambio estructural en clave de mercado.

Así, los países en desarrollo con mercados emergentes, como entonces se insistió en llamarlos, tenían que reconvertir sus estructuras económicas para inscribirse productivamente en el proceso globalizador que se quería horizonte único. Los Estados no solo tendrían que asumir la austeridad, como fórmula estratégica, sino también subordinar la política fiscal a la monetaria. Además, se le revisaría “a la baja”, cediendo el manejo de los instrumentos de soberanía económica que, a la irrupción del reclamo del desarrollo y del entendimiento del desarrollo como derecho humano, se habían concebido.

Para facilitar los procesos de integración global acelerada habría que revisar los arreglos institucionales heredados de los “treinta gloriosos” de la Edad de Oro del capitalismo y que, de diversas maneras, se habían filtrado en los proyectos de cambio político, económico e institucional postulados por la nueva economía política del desarrollo y enarbolados por diferentes movimientos de corte “tercermundista” que luego derivarían en los que han buscado otras figuras y proyectos en torno a la idea de que “otro mundo es posible”.

En prácticamente todo el planeta se vivió una euforia globalista que lo mismo celebraba la apertura de los mercados que el fin de la bipolaridad y el desplome del comunismo soviético. Lo que terminaba con la implosión soviética no era solo un pretendido “sistema mundo” sino una plataforma ideológica que muchos veían como alternativa histórica al capitalismo democrático y sus Estados de Bienestar.

Muy pronto, las novedades asociadas a las aperturas políticas y económicas de la globalización dejaron ver sus múltiples imperfecciones y su carga de implicaciones negativas para esa imagen ideal del mundo forjada al calor del Gran Cambio Global. La llamada “crisis del Tequila” (1995), que de México pasó a otros países, evidenció que ni los instrumentos de política ni las mentalidades y estructuras económicas propugnadas por el globalismo neoliberal eran suficientes, ni eficientes, para superar la proclividad del capitalismo a generar desequilibrios y abiertas recesiones.

Aquellas turbulencias también mostraron la potenciación de esas inclinaciones como fruto inevitable de la interdependencia comercial y financiera y crecientemente productiva. Otra historia comenzaba.

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