El asesinato de la periodista Lourdes Maldonado galvanizó varios factores en el gremio: los miedos, las frustraciones, la impotencia y, sobre todo, la unión como hace mucho no se veía entre colegas. No hay nada objetivo que permita una interpretación del porqué después de 51 periodistas asesinados en el sexenio, el de Maldonado haya detonado esta reacción salvo por el antecedente que hace casi dos años, la periodista de Tijuana se paró frente al Presidente en una mañanera y le dijo que temía por su vida, a propósito de un diferendo laboral con la empresa de su amigo Jaime Bonilla, a quien haría gobernador de Baja California. Quizás fue el recuerdo de aquel momento lo que cambió el metabolismo del gremio, porque el Gobierno no tomó en serio lo que denunció Maldonado, que terminó muerta con un balazo en la cabeza.
Durante dos días consecutivos el presidente Andrés Manuel López Obrador ha tocado el crimen. El lunes pidió no brincar a conclusiones para responsabilizar a Bonilla, lo que es correcto, porque no se debe prejuzgar a nadie. Ayer negó que Maldonado hubiera estado en el Mecanismo de Protección de Periodistas federal, que depende de la Secretaría de Gobernación, pero dijo que “de todas formas nosotros estamos obligados a aclarar este crimen y evitar que continúen los asesinados de periodistas y de los ciudadanos. Por eso trabajamos todos los días”.
Si tomamos al pie de la letra las palabras del Presidente, lo está haciendo muy mal. Los tres primeros años del sexenio de López Obrador han sido los más violentos en todo el siglo, al cerrar 2021 con una tasa de homicidios dolosos de 72.45 contra 43.37 en el mismo periodo del gobierno de Enrique Peña Nieto, de acuerdo con un análisis del Observatorio Nacional Ciudadano. La tasa de víctimas por cada 100 mil habitantes fue de 25.83 en la primera parte del sexenio de López Obrador, contra 14.74 en el mismo lapso del de Peña Nieto. Esto invalida el llanto permanente del Presidente de que el pasado fue peor y que le heredaron un tiradero. Las cosas no estaban bien anteriormente, pero ahora se han agravado.
En cuanto a los asesinatos de periodistas, en el gobierno de López Obrador ya se rebasó el total de periodistas asesinados que hubo en el sexenio de Peña Nieto, que fue el más violento en la historia del país, desde que se empezaron a medir los crímenes en 1992. Entre los dos, de acuerdo con el Comité de Protección de Periodistas en Nueva York, suman hasta ahora dos terceras partes del total de 60 periodistas asesinados desde ese año. México es el segundo país, después de la India, donde más periodistas son asesinados y de acuerdo con el último informe de Reporteros Sin Fronteras, con sede en París, López Obrador “no ha acometido las reformas necesarias para frenar la espiral de violencia contra la prensa y la impunidad”.
Las cosas no van a cambiar. El Presidente sólo tiene retórica y propaganda, no la razón. Ayer dijo que a diferencia de gobiernos pasados, “nosotros no permitimos la impunidad”. La realidad es distinta. La Oficina de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación estima que 97% de los crímenes contra periodistas quedan impunes. Esto no es atribuible principalmente a los jueces, sino obedece a las deficientes o nulas investigaciones de los asesinatos. De la misma forma, la impunidad no es responsabilidad primaria del Gobierno federal, porque salvo excepciones, cuando los atrae la Fiscalía General, son delitos del fuero común. López Obrador no distingue las cosas porque su mente está enfocada únicamente en su narrativa contra el pasado, que oculta el presente y sus fobias. La prensa es una de ellas, como dejó entrever cuando al hablar en la mañanera de los periodistas asesinados, los empaquetó también con los crímenes de otros ciudadanos.
La vida de un periodista no vale más que la cualquier otro ciudadano y la ley debe ser aplicada en los mismos términos para todos. Pero al mismo tiempo, en un contexto político, dado el impacto para la sociedad en su conjunto, el asesinato de un periodista se evalúa bajo parámetros distintos. La o el periodista siempre están en la trinchera y en la línea de fuego contra los intereses establecidos, que los lleva a chocar regularmente con los gobiernos.
Pero como explicaron Christof Heyns y Sharath Srinivasan en un ensayo en el Human Rights Quarterly (2013), si se ataca deliberadamente a un periodista, o si los ataques contra el gremio no reciben castigo, la prensa no puede ser libre. Por lo mismo, si la prensa es acallada, los gobiernos no tienen contrapesos ni la sociedad puede evaluarlos, reduciendo sus niveles de información para tomar decisiones que le beneficien. “La forma más extrema de censura es el asesinato a un periodista”, añadieron. “Matarlo no sólo acalla la voz de un periodista en particular, sino que intimida a otros y al público en general, llevando a muchos de ellos a ejercitar la autocensura por el llamado ‘efecto paralizador’”.
La impunidad está directamente relacionada con el desinterés o incapacidad de los gobiernos estatales para impedir que los crímenes contra los periodistas pasen sin castigo. O también, con su complicidad con grupos caciquiles o criminales que ven en los periodistas enemigos para sus fines. La actitud del Presidente tampoco ayuda. No sólo es la desarticulación deliberada o inopinada de su pensamiento lo oprobioso, sino sus actitudes hostiles contra medios e individuos, que animan los linchamientos digitales y las agresiones físicas.
Con sus ataques permanentes, López Obrador crea condiciones para una acometida permanente contra la prensa y propicia lecturas equivocadas en el país. Al abusar retóricamente de su fuerza, violando el principio de la proporcionalidad, el Presidente puede estimular a fuerzas retrógradas o a quienes buscan desestabilizar, para matar periodistas. Seguramente no es su intención, pero debe darse cuenta que si la mañanera no mata, los climas que genera en el país, lo estamos viendo, sí lo hacen.