Entre las más hilarantes –e indignantes- justificaciones que han circulado en los últimos días para el exabrupto de la delirante respuesta presidencial a la resolución del Parlamento Europeo sobre la situación del periodismo en México, hay una que llama la atención: que los asesinatos de periodistas no son asunto y/o responsabilidad del Ejecutivo ni del Estado, sino producto de cuestiones pertenecientes al entorno cercano de las víctimas de la violencia.
Una postura que es bastante lejana de aquella que hace unos pocos años, por cualquier agravio, viniese de donde viniese, a voz en cuello clamaba “fue el Estado”, precisamente para hacer notar la omisión del mismo en el cumplimiento de una de sus principales obligaciones: la de brindar seguridad y proteger la vida de los ciudadanos. Ya ni qué decir de las libertades de expresión y prensa.
Hoy, a pesar de que el presidente López Obrador ha convertido las conferencias “mañaneras” en un “paredón” para los periodistas que no le gustan porque no lo alaban y sí lo exhiben, muchos que antes reclamaban “fue el Estado” dicen que ahora “no es el Estado” el responsable de la violencia hacia los comunicadores, que en 2022 avanza incontenible. Solo les falta decir “pórtense bien”, como Javier Duarte pidió a los reporteros para que “evitaran” ser asesinados, porque luego le echaban la culpa a él.
¿Es el gobierno, el Estado, el autor intelectual de los asesinatos de periodistas? Salvo casos muy específicos, podría afirmarse que no. Pero no lo es ahora y no lo ha sido antes. La sangría de reporteros en Veracruz durante el sexenio del mismo Javier Duarte no puede atribuírsele a él directamente, como si hubiese ordenado matarlos a todos, salvo uno o dos casos en los que sí se presume que por lo menos su gobierno tuvo que ver.
¿Cuál es entonces la responsabilidad que se le achacó siempre a Duarte? No haber hecho nada para detener la violencia, criminalizar a las víctimas, buscar limitar la libertad de expresión, hostigar y amenazar a sus críticos, así como provocar un ambiente propicio para que cualquiera, con absoluta impunidad, buscara silenciarlos, ya fuera a través de la autocensura o de plano privándoles de la vida.
Pues esa situación es idéntica a la que se vive en la actualidad, por más que los simpatizantes de López Obrador –los convencidos y los convenencieros, los auténticos y los que están a sueldo- se cubran los ojos para no ver lo evidente y negar una realidad que desbarata el discurso oficialista y oficioso.
Más de 30 reporteros han sido asesinados solamente durante este sexenio según organismos civiles. Más de 50, de acuerdo con las cifras del propio gobierno federal. Ocho en lo que va del año con el homicidio perpetrado la tarde de este martes contra Armando Linares, director de Monitor Michoacán, ejecutado a balazos en Zitácuaro, en una entidad totalmente sometida por la violencia del crimen organizado.
El caso de Armando Linares ejemplifica nítidamente lo que sucede en México. El pasado 31 de enero su colaborador en Monitor Michoacán, Roberto Toledo, fue asesinado a las puertas de sus oficinas, hecho que fue denunciado públicamente por el propio Linares junto con las amenazas hacia él mismo. Se supone que estaba bajo “protección” del gobierno federal. Para eso le sirvió. En menos de dos meses, mataron a dos comunicadores de un mismo medio en las narices de la autoridad.
Al presidente eso le importa nada. No hay día que no agreda a un periodista con todo el poder de su investidura y del aparato del Estado –lo que los miserables facilitadores del régimen juran que es “derecho de réplica-. Lo que sí le importa es que un organismo extranjero con el que el Estado Mexicano ha signado acuerdos en materia de derechos humanos y libertad de expresión, le diga que durante su administración el país es el lugar más peligroso y letal para los periodistas fuera de una zona oficial de guerra. Y los datos así lo prueban.
Pero ese “metaverso” de la “cuarta transformación” en el que muchos han decidido construir una realidad alterna los ha llevado a justificar y defender lo que antes combatieron. Ni los duartistas eran tan ciegos. Ni tan cínicos.
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