jueves, noviembre 21, 2024

Progreso

Cosas Pequeñas – Juan Antonio Nemi Dib
La idea de que los seres humanos progresamos de manera permanente y caminamos rumbo a un posible estadio de perfección no ha existido siempre, por lo menos no en la culturas vinculadas a las grandes religiones monoteístas, particularmente la católica.
Durante un larguísimo milenio, que la mayoría de los historiadores colocan entre los siglos V y XV, la convicción general estaba dominada por un determinismo que consideraba a la vida terrena como algo provisional que debía transitarse sin queja ni expectativa, que entendía el poder y la riqueza como gracias, regalos divinos; por ende, también consideraba a la pobreza como algo difícil, si no imposible de cambiar sólo con el esfuerzo personal y sin la intervención de la voluntad divina. Era la mentada Edad Media, los tiempos del obscurantismo, del derecho divino de los reyes: “El Estado soy yo” (Luis XIV de Francia), “Después de mí, el diluvio” (Luis XV de Francia); eran los tiempos de los señores feudales y los siervos, del absolutismo y el despotismo sin fronteras, para los que sólo existía la sumisión incondicional, la condición de súbdito era la única permisible.
¿Cuándo cambiaron las cosas?, ¿cuándo empezó a admitirse la posibilidad de mejorar las condiciones generales de vida, la idea de que los nuevos conocimientos pueden influir de manera categórica en facilitarnos las cosas, reduciendo el dolor y el sufrimiento?, ¿cuándo se aceptó que el empeño personal y la dedicación pueden producir avances y más calidad en la existencia?
Es difícil precisar el momento exacto. Ha sido toda una marcha que va desde el famoso discurso sobre el progreso de Jacques Turgot en La Sorbona (1750) hasta el nacimiento del positivismo de Auguste Comte con su fe ciega en el método científico, la técnica y la evolución de las ideas para descubrir las leyes universales. Pero imposible excluir a San Agustín, Herder y muchos otros filósofos que contribuyeron a la explosión de los sueños, al deseo colectivo de vivir mejor. La ideas de modernidad y prosperidad no fueron repentinas, como dicen ahora: fueron un “constructo”, una narrativa que evolucionó.
Los grandes descubrimientos geográficos, la filosofía de la Ilustración y el Siglo de las Luces buscando libertad e independencia en el pensamiento (cuando el hombre “abandona su minoría de edad”, según Kant), la confianza absoluta en el poder de la razón para dominar a la naturaleza, el Renacimiento (expresado sobre todo como el regreso al humanismo y la naturaleza en las artes, pero también en las ideas), las secuelas de la Revolución Industrial y muchos otros hitos de la historia universal fueron reconociendo al hombre no sólo su individualidad con derechos intrínsecos sino también posibilidades.
No se puede excluir en este proceso de evolución de las ideas el debate siempre presente sobre las viejas y las nuevas formas de explotación a las mayorías, el abuso de los pobres y la progresiva proletarización de las clases medias, es decir, los análisis y las diversas teorías sobre recientes y añejos modos e instrumentos de poder y dominación de las élites sobre las masas, la manipulación y las sofisticadas formas de acumulación de riqueza que, según ciertas hipótesis, son las formas modernas de esclavitud, incluyendo por supuesto la mercadotecnia que induce al voraz consumismo de lo innecesario y los nuevos “satisfactores instantáneos” que suplen con dopamina a la imposible felicidad de los poetas románticos.
Pero tras ese embrollo de ideas nadie puede discutir el descubrimiento de los antibióticos (principalmente la penicilina) que han salvado a millones de personas de una muerte segura, por lo menos hasta la primera mitad del siglo veinte, ni despreciar la inconmensurable democratización del conocimiento y la información que significan el internet y la conectividad (por ejemplo, existen 300 millones más de teléfonos celulares activos que habitantes en el mundo), o que casi 74% de los habitantes del planeta tienen hoy acceso regular al agua potable (aunque hay enorme riesgo de que este indicador disminuya pronto), ni tampoco minimizar lo que nos espera con la medicina genómica, la nanotecnología, la revolución de las energías renovables, o lo increíble de ver funcionando con éxito vacunas desarrolladas en menos de un año contra un virus mortífero.
Ya estamos acostumbrados a la red de posicionamiento global vía satélite, a tener 300 opciones diferentes de entretenimiento con un click al televisor, sabemos que en algunos países la esperanza de vida se acerca a los 90 años y que pronto serán útiles los alimentos fabricados en impresoras digitales de tejidos celulares y, bajo el mismo principio, órganos para trasplantes.
¿Hemos progresado? El debate puede ser igual de intenso que en 1750. Si consideramos la internacionalización y brutalidad de los delitos, las economías monopólicas, el crecimiento en los índices de violencia, el aumento geométrico de las adicciones y las frustraciones de personas y colectivos, el secuestro de hijos, la irresponsabilidad parental, el abandono de ancianos, la pérdida de recursos naturales, el cambio climático de origen humano, la regresión de los valores democráticos, el recrudecimiento del individualismo, la pérdida de empatía y la profundización de prácticas egoístas, la intolerancia y el olvido de las buenas prácticas de convivencia, la ausencia de corresponsabilidad y ciudadanía, la guerra y el autoritarismo… es difícil concluirlo.
antonionemi@gmail.com

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