miércoles, abril 17, 2024

Alicia y el señor presidente

Recuerdo que el entrañable profesor Rafael Segovia solía dolerse de quienes confundían categorías políticas fundamentales para justificar sus decisiones y ganarse simpatías. “Quien ignora la diferencia entre la izquierda y la derecha —decía— es inequívocamente de derecha”. Los políticos que realmente asumen un compromiso igualitario no enredan ni tuercen las palabras para justificar los hechos que los contradicen; y de otro lado, no es de izquierda quien busca acrecentar su dinero o su poder, o ambas cosas, con engañifas y triquiñuelas para someter al mayor número posible de personas a su voluntad, eternizando las condiciones que causan la desigualdad.

En su libro más reciente —Breve Historia de la Igualdad— Thomas Piketty documenta con detalle los dos procesos que contribuyeron con más fuerza, entre 1914 y 1980, a combatir la sempiterna desigualdad occidental: de un lado, la política social que emprendieron los gobiernos socialdemócratas de aquella Europa, decididos a garantizar el acceso universal a la mejor educación posible, a servicios médicos de calidad y a proteger el trabajo con salarios bien remunerados y protección social; y de otro, un sistema fiscal progresivo que no sólo incrementó la capacidad de acción de esos Estados sino que bloqueó la acumulación creciente de los capitales en unas cuantas manos. Las claves principales de aquella transformación igualitaria (la más importante y la más extendida de la historia) fueron los derechos y los impuestos progresivos.

Los motores de la igualdad ganada en ese lapso fueron, así, la redistribución del ingreso como consecuencia de una mayor equidad en las condiciones básicas de vida —de la cuna a la tumba, para romper la maldición de origen— y la predistribución de la riqueza como consecuencia de impuestos diferenciados que castigaban mucho la acumulación y la herencia de capital improductivo. Ninguno de ellos prescindió de la libertad individual ni de la democracia política: las otras dos columnas de la igualdad sustantiva, sin las cuales era imposible imaginar siquiera la existencia de una sociedad pareja.

En sentido opuesto, a partir de los ochentas el así llamado “consenso de Washington” dio al traste con esa dinámica virtuosa, imponiendo a los países pobres (cito otra vez a Piketty) la “reducción del peso del Estado, la austeridad presupuestaria, la liberalización del comercio y la desregulación total”, a lo que se añadió la tesis según la cual era mejor “focalizar” ayudas financieras individualmente para favorecer el consumo, en lugar de modificar la desigualdad de origen a través de los derechos. Y ya sabemos lo que sucedió: desde entonces y hasta el 2008 cuando estalló la crisis financiera y ahora, cuando vino la pandemia, la desigualdad ha vuelto a imponerse en todo el mundo.

Con todo, los gobiernos que siguen apostando por la austeridad y la reducción de derechos colectivos; que siguen repartiendo dinero para favorecer el consumo individual; que siguen manteniendo intactos los incentivos fiscales a los ricos y castigando a las clases medias y a los trabajadores; y que siguen minando los contrapesos para acumular poder político, se siguen llamando de izquierda.

En esa lógica contradictoria, las palabras se vacían de su contenido original y empiezan a significar lo que conviene a cada poderoso en turno. Como en el famoso diálogo escrito por Lewis Carroll en A través del espejo (publicado en la rígida Inglaterra Victoriana de 1871): “Cuando uso una palabra —dijo Humpty Dumpty—, significa exactamente lo que yo quiero: ni más ni menos. La cuestión es —respondió Alicia— si puedes lograr que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”. ¿Qué significa ser de izquierda, conservador o neoliberal? Lo que usted diga, presidente.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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