martes, noviembre 5, 2024

La escuela del régimen

La batalla de este tiempo, escribió José Woldenberg, no es el de la izquierda contra la derecha, no es el de liberales contra conservadores. La controversia es más elemental, más profunda: ilustración contra oscurantismo. El politólogo hablaba de las estampitas protectoras que el Presidente desplegaba en los momentos más terribles de la pandemia, de la cruzada de la comisaria del Conacyt contra una ciencia que ella describe como “neoliberal”, del estrangulamiento a la investigación, de la persecución a los científicos, de la destrucción de las instituciones académicas, del desprecio de todo conocimiento técnico, de la desatención a la evidencia empírica.

Veo en esa hostilidad una fibra romántica que es, en el fondo, la ideología del régimen. Idealización de un pasado armonioso; miedo al futuro, rechazo del conocimiento desalmado, admiración de lo incomprobable, anhelo de mística comunitaria. La ciencia es el centro de la sospecha. Poseído por la vanidad de conocer, el científico arrasa con los saberes ancestrales. La ciencia desecha la veneración para asentar la duda y el debate. El farragoso documento que ha presentado la SEP pretende hacer, de esa visión, filosofía educativa. El régimen quiere su escuela y, con esa reaccionaria impronta romántica, quiere fundarla. Propone, por ejemplo, un enfoque afectivo al estudio de los números. “El aprendizaje de las matemáticas debe tener un sentido humano para las niñas, niños y adolescentes y ese solo se desarrolla en el marco de relaciones significativas entre la familia, la escuela y la comunidad”. Nada del egoísmo de las tablas de multiplicar: cariño exponencial.

El texto está más interesado en anclar una sociología de la educación que en trazar las rutas de una nueva enseñanza. Una y mil veces insiste en el arraigo de la escuela, en su vinculación con la comunidad, en la conexión entre el saber y la experiencia. Un texto que debería ser una guía para los docentes, mastica y mastica los mismos lemas, pero no los digiere. No son peldaños de un argumento que se desenvuelve con claridad sino buches de una obsesión. El texto es ejemplo del razonamiento rumiante de la demagogia. Salivar copiosamente dándole vueltas en la boca al mismo bolo, y no ser capaz de extraerle pulpa.

La escuela del régimen, como el régimen mismo, conoce lo que detesta, pero no sabe lo que quiere y, si acaso traza el boceto de lo deseado, no pinta ninguna ruta para alcanzarlo. En las postrimerías de la administración, su propuesta es rollo. No hay claridad en este documento sobre el cuerpo de enseñanzas que se propone para la escuela que nos libere de las miserias de la pedagogía neoliberal. No encontrarán las maestras una pista de lo que la autoridad educativa propone y lo que, al parecer, tendrán que poner en marcha de inmediato.

Nadie se sorprenderá del tono. La escuela neoliberal convierte a los estudiantes en receptores de un conocimiento que sirve a los intereses de sus explotadores. La escuela es una fábrica de injusticia y de infelicidad. Por eso hay que olvidar al mercado, hay que ignorar las demandas del mundo, hay que alejarse de las tentaciones de la tecnología. Empaparse de las “epistemologías del sur,“ pero no aprender el alfabeto de este siglo. Y dejar de medir nuestro desempeño. ¿Para qué? Las pruebas internacionales que miden la comprensión de lectura, el pensamiento lógico matemático y las habilidades científicas no le interesan a la pedagogía de la felicidad.

Es revelador el tratamiento de la ciencia. Los redactores sienten la necesidad de colocar banderas de peligro cuando aparece la palabra. Les parece necesario advertir que no se santifica el conocimiento científico, que debe entenderse siempre en plano de igualdad con otros saberes, que no debe buscarse la comprensión de lo abstracto o lo remoto, sino siempre la mejora moral de lo inmediato. La idea misma de la ciencia lleva la mancha de la explotación colonial. Hay que tomar distancia de su método y combatir el “capitalismo cognitivo.”

La perspectiva “decolonial” del documento desliza una utopía: la desaparición, no del individualismo, sino de la individualidad. El proyecto quiere servir a “una idea del ser humano encarnada en el sujeto colectivo que forma un todo con la naturaleza.” Detrás de la palabrería romántica, un claro aliento totalitario.

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