El próximo miércoles muy probablemente vinculen a proceso al general José Rodríguez López, a quien el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, acusó de haber ordenado el asesinato de seis normalistas de Ayotzinapa, de los 43 que habían sido detenidos por policías municipales de Iguala y entregados al grupo criminal Guerreros Unidos. La orden de aprehensión que se giró contra el general la semana pasada no tiene relación alguna con esta imputación de Encinas, pero le sirve mediática y políticamente para sembrar en el imaginario colectivo que su trabajo para encontrar la verdad en el crimen de los estudiantes la noche del 26 de septiembre de 2014, avanza en la dirección correcta.
Encinas ha trabajado en dos vías. Una es tratando de ajustar sus convicciones y creencias para involucrar al Ejército en la desaparición de los normalistas, violentando el debido proceso, como se detalló en este espacio el lunes, y la otra es argumentar un “crimen de Estado”, para darle una salida política al caso Ayotzinapa donde, en cuanto a la investigación, llegó al mismo punto que el gobierno de Enrique Peña Nieto con la verdad histórica: los jóvenes fueron asesinados por Guerreros Unidos, con la colaboración de los policías municipales en Iguala. Lo demás son detalles, si bien importantes, secundarios, porque no cambian los hechos de lo que sucedió aquella noche.
Sólo la acusación contra el general y tres militares más aporta información novedosa, pero hasta ahora es meramente una declaración política que no se menciona en el expediente que revisará el juez para determinar si el caso contra el general, que en el momento de la desaparición de los normalistas era coronel y responsable del 27º Batallón de Infantería en Iguala, se sostiene. Presumir que lo vinculará tiene más que ver con la forma como se han comportado los jueces en casos de alto impacto presentados por la Fiscalía General, para no darles un revés en la primera audiencia –y cuidar al Poder Judicial políticamente–, que en la eventual solidez de las evidencias que proporcionó Encinas.
El general Rodríguez López ha mantenido su inocencia desde el primer momento en que se vinculó públicamente al 27º Batallón de Infantería. “¿Cómo es posible que los participantes en el crimen estén libres?”, ha dicho el general refiriéndose al fallo de un juez del Primer Tribunal Colegiado en Reynosa que dejó en libertad en 2019 a dos decenas de matones de Guerreros Unidos, identificados plenamente, la mayoría, como actores en la desaparición de los normalistas.
Uno de ellos es quien lo acusó a él y a otros militares, y sobre el que construye Encinas su caso, Gildarlo López Astudillo, el Gil, jefe de plaza en Iguala cuando desaparecieron los normalistas, y señalado como uno de los responsables del crimen, que se volvió el testigo protegido “Juan”, meses después de ser puesto en libertad. El Gil es lo más fuerte que tiene para acusar a los militares.
El general Rodríguez López se ha quejado por las incongruencias de lo que se vive. “Yo soy señalado y todo el mundo sabe quién soy yo”, ha reiterado. “Pero soy inocente”. La declaración de inocencia de López Rodríguez no ha navegado sola a través de los años. Documentos del Ejército, como oficios, órdenes, la bitácora del 27º Batallón de Infantería del 26 al 27 de septiembre de 2014, las comunicaciones del C-4 en Iguala y las propias declaraciones de los implicados en las investigaciones previas, muestran una historia antagónica a la que ha presentado Encinas sobre la presunta participación del general y sus subalternos en el crimen de los normalistas.
El subsecretario dio a conocer, en el Informe Preliminar sobre el Caso Ayotzinapa, el 19 de agosto, que, “en todo momento”, las autoridades federales, estatales y municipales tuvieron conocimiento de la movilización estudiantil desde su salida en la normal, en Tixtla, a unos 17 kilómetros de Chilpancingo, hasta su desaparición, por lo cual las acusó de omisiones que permitieron la desaparición y ejecución de los estudiantes. Encinas cometió errores importantes, por ignorancia o dolo. El más notorio está relacionado con Julio César López Palotzin.
López Palotzin había sido infiltrado por el Ejército para reportar lo que sucedía dentro de la normal. Era un OBI, como denomina el Ejército al órgano de búsqueda de información. Encinas aseguró que reportaba directamente al teniente de Infantería del 27º Batallón, Francisco Macías Barbosa, lo que es absolutamente falso. López Palotzin pertenecía, como admite Encinas en su informe, al 50º Batallón de Infantería, con sede en Chilpancingo, que era su sector de responsabilidad. Adscribirlo a otro mando le ayudó a su narrativa, pero no a la verdad.
Encinas aseguró que el último informe que envió López Palotzin fue a las 10 de la mañana del 26, y dijo que, al no volverse a reportar, no se activó el protocolo de búsqueda, que podría haber evitado el crimen contra él y “la desaparición y el asesinado de los estudiantes”. Pero no incluyó información fundamental: ¿cuántos reportes enviaba normalmente?, ¿había horas específicas en que se enviaran? Lo mismo ha hecho con otros elementos que dice haber investigado y que van a confrontarse seguramente con lo que plantee la defensa del general.
Dentro de la Secretaría de la Defensa Nacional existe la percepción, hace años, antes incluso de que hubiera cambio de gobierno, de que Encinas estaba trabajando con el Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes (GIEI), que coadyuvó en la investigación por acuerdo del gobierno de Peña Nieto con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, para ir sobre un objetivo específico, el Ejército, e incluso nombró al exsecretario ejecutivo del GIEI, Omar Trejo Gómez, como fiscal para el caso Ayotzinapa.
El general Rodríguez López sabía lo que vendría. Si llegaban a él, no tendría sólo un impacto negativo en su persona, sino en la institución. “No (será) únicamente contra mí, sino contra el Ejército”, confió. Tiene razón. La batalla en tribunales será entre las verdades de Encinas y la de los militares.