Sorprendió a muchos la descalificación que hizo el presidente Andrés Manuel López Obrador de las tres ministras y el ministro que propuso a la Suprema Corte de Justicia, porque están trabajando bajo los criterios de su justicia –con la excepción notoria de Loretta Ortiz, entregada sin pudor a Palacio Nacional–, en lugar de estar respaldando su proyecto de transformación. En otras ocasiones se ha referido de forma similar a quienes propuso para el Instituto Nacional Electoral. La prensa resaltó el fin de semana la contradicción entre sus declaraciones, un día de respeto a la separación de poderes y a la incondicionalidad al siguiente, tirando a matar a sus propuestas para la Corte.
Cualquiera pensaría que su comportamiento es esquizofrénico, y lo es. Pero no es una conducta que hubiera adquirido en su lucha por el poder, que se evidenció públicamente tras su derrota en la elección presidencial de 2006, sino lo arrastra desde su juventud. El botón de muestra es la tragedia que vivió su familia en los 60, cuando su hermano Ramón, de 15 años, perdió la vida al recibir un balazo con una pistola calibre 22. El episodio no es algo desconocido y ha sido ventilado a lo largo de los años como un accidente, pero hubo versiones encontradas sobre quién disparó, como documentó a partir de la prensa de Tabasco Fernando García Ramírez en EL FINANCIERO, en diciembre de 2017.
En aquel momento declaró el joven Andrés Manuel López Obrador. Sin embargo, pese a haber dicho que él sólo había escuchado el ruido del balazo, debió haber habido demasiada presión en su entorno en Villahermosa, donde vivían, porque su madre, a quien llamaban todos de cariño Manuelita, acudió con un importante empresario tabasqueño, Diego Rosique, para explicarle la situación familiar. Don Diego, como aún lo recuerda, habló con el gobernador Manuel Mora para ayudar a la familia López Obrador y durante un tiempo la mantuvieron viviendo en un rancho del empresario, blindada de todo litigio.
La historia de lo que pasó en ese momento y después no deja de ser recordada por quienes la vivieron personalmente y quienes la conocen en la sociedad política tabasqueña, que afirman que, años después, cuando el actual Presidente comenzó a encabezar movimientos sociales y realizando invasiones, la primera propiedad privada que asaltó fue el mejor rancho ganadero que tenía Rosique. La molestia por esa acción es pública en Villahermosa, donde aún se indignan de cómo a la persona que fue benefactor de su madre y de su familia, la hubiera castigado con esa saña.
El siguiente episodio de desagradecimiento se ha dado con el presidente Ernesto Zedillo, quien es el verdadero responsable de que la carrera política de López Obrador a nivel nacional, fuera posible. López Obrador, impulsado por el líder de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, a la presidencia del PRD en 1996, utilizó esa plataforma para la Jefatura de Gobierno del entonces Distrito Federal. El PRI se inconformó ante las autoridades electorales porque López Obrador no cumplía con el requisito de la residencia. Pablo Gómez, actual jefe de la Unidad de Inteligencia Financiera, que también aspiraba al cargo, denunció lo mismo. Pero Zedillo ordenó al PRI que retirara la denuncia, lo que le abrió la puerta a López Obrador, montado en una ilegalidad, de iniciar, en la capital federal, su carrera a Palacio Nacional.
López Obrador ha hablado mal de Zedillo, o de un apoyo importante cuando llegó de Tabasco, José Carreño Carlón, cercano al presidente Carlos Salinas, quien le consiguió el departamento en Cuicuilco, donde vivió largo tiempo. Pero igual ha maltratado a Cárdenas, y se ha ensañado con su hijo Lázaro, el coordinador de Asesores que expulsaron de Palacio Nacional el año pasado.
López Obrador nunca ha mencionado a Lázaro Cárdenas como un posible aspirante a la Presidencia, pese a haber mencionado a personas cuyo sólo nombre provocó risas, y hace no mucho proyectó en la mañanera una fotografía de él, como gobernador de Michoacán, con el entonces presidente Felipe Calderón, lo que no puede interpretarse de otra manera que un intento de él y los duros de Palacio para lastimarlo.
No ha sido consistente en su malagradecimiento con todos, pero la selectividad no se entiende en algunos casos, como el de don Diego Rosique, donde las acciones en su contra pueden ser calificadas o descritas a discreción. Durante su sexenio, López Obrador ha actuado con sevicia, descalificando públicamente a miembros de su gabinete, desmintiéndolos y contradiciendo sus políticas, o mostrando un desdén por todos, como con el calificativo de corcholatas con el que bautizó a su terna para sucederlo, y que, por una extraña razón enfermiza, festejan quienes agravia.
El que ahora descalifique a quienes llevó a la Suprema Corte –Jazmín Esquivel, Margarita Ríos Farjat y Juan Luis González Alcántara, porque Ortiz no entra en ese paquete– no debe sorprender. Si tomó represalias sin justificación contra quien sólo ayudó a su familia, ¿qué podrían esperar aquéllos que se encuentran en una posición de decisión donde sus acciones son medidas bajo la vara de la incondicionalidad sumisa o la traición?
López Obrador lleva dos semanas y media hablando del Poder Judicial con epítetos y acusaciones que no ha probado, tildándolos de corruptos que actúan en colusión con la conspiración universal contra su cuarta transformación. Comenzó con un desencuentro áspero en Palacio Nacional con el presidente de la Corte, Arturo Zaldívar, por su posición contraria a la prisión preventiva oficiosa, cuya constitucionalidad se discutirá hoy en el pleno.
Como se planteó aquí la semana pasada, en el fondo de todo está su cruzada contra el pasado, que no impide la corrupción, pero encarcela a exfuncionarios y los deja en el limbo sin sentencia. Si la Corte declara su inconstitucionalidad, se le caerá el arma política que usa para chantajear a quien no se le hinque. Sus ataques buscan inhibir el criterio jurídico de aquéllos a quienes promovió y obligarlos a que lo obedezcan. Hoy veremos si tuvo éxito.