Los hechos narrados desde la noche del 15 y la madrugada del 16 de septiembre de 1810, simbolizados por el llamado de las campanas y la arenga de Miguel Hidalgo, en Dolores, Guanajuato, constituyen el ícono nacional que desde 1821 –después de la suscripción de los Tratados de Córdoba– volvemos a escuchar cada año en las capitales del país y de los estados, y en las cabeceras de nuestros municipios, motivando la representación y el festejo auténticamente popular con el que conmemoramos la gesta con que inició un fenómeno de proporciones impensadas y asombrosos procesos independentistas en nuestro continente. En efecto, a partir de 1810 se sucederían levantamientos revolucionarios en toda la américa hispanizada en pos de ideales de independencia, libertades y soberanía, a manera de enorme fenómeno histórico-social y político, al que los historiadores de nuestra época califican como un movimiento repentino, violento y universal. John Lynch lo dimensiona así: una población de diecisiete millones de personas, que tenían por hogar cuatro virreinatos que se extendían desde la Alta California hasta el Cabo de Hornos, y desde la desembocadura del Orinoco hasta las orillas del Pacífico, se independizó de la corona española en un lapso de no más de quince años. Simón Bolívar, en su discurso de la Angostura, en 1819, expresaría el trasfondo dramático de las nuevas nacionalidades americanas en formación: “no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores…así, nuestro caso es el más extraordinario y complicado”.
En México, la independencia fue dura y violenta por la centenaria condición económica de ser la más valiosa de las posesiones españolas, y por el largo y fuerte proceso cultural de toma de conciencia, que se manifestaba en el pensamiento y el sentir de criollos y mestizos, que no dudaban en llamarse a sí mismos americanos, para diferenciarse de españoles y europeos. Al poco tiempo de iniciada la guerra de independencia, Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, serían fusilados y decapitados. Sus cabezas, enjauladas, estarían expuestas durante diez años en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato. Pero su muerte, en lugar de disuadir, fue el revulsivo que alimentó la corriente independentista que siguieron Morelos, Matamoros, Negrete, Bravo, Rayón, Mina, Guerrero y Guadalupe Victoria. Cuando los mexicanos decimos que nuestro valor supremo es la soberanía nacional, no se trata de un mero eufemismo, sino una verdad tinta en sangre, porque el inicio de nuestra vida independiente tampoco fue fácil, y durante muchas décadas enfrentamos guerras injustas, invasiones y ocupaciones militares, que pusieron en riesgo nuestra supervivencia como nación independiente. Incluso, debimos superar guerras fratricidas que nos dividieron y retardaron nuestra integración como nación. Somos un pueblo con profundos elementos étnicos de identidad y pertenencia, provenientes de raíces históricas hondas y de sincretismos no buscados, plagados de singularidades culturales regionales, costumbrismos, creencias y tradiciones, transformadas en la herencia viva y vigorosa que da sentido a la expresión “Nación Mexicana” o a los sinónimos con que sustantivamos nuestra esencia: México, Estado Mexicano, República Mexicana, Estados Unidos Mexicanos. Si Edmundo O´Gorman enseñó que conmemorar no sólo es bueno, sino históricamente necesario; Gutierre Tibón aplicó criterios etimológicos, lingüísticos, geográficos y cosmológicos, para enseñarnos las sutilezas de la cosmogonía de los antiguos mexicanos, que hacían corresponder a la tierra con la luna, el agua, la vegetación y la fecundidad: el mítico “México: ombligo de la luna” u “Ojo del conejo (lunar)”, preñado de esoterismo y nociones autóctonas; alimento profundo de lo que González y González explicó: una matria (madre) y una patria (padre), mestizas, independientes, revolucionarias y contemporáneas; un conjunto de particularismos locales y regionales que trascendieron para formar una mexicanidad plena. Por supuesto que tenemos motivos sobradamente legítimos para conmemorar nuestra independencia. Sin duda.