El Ejército mexicano espía periodistas y defensores de derechos humanos. Interviene la comunicación de profesionales que no cometen un delito, sino que desarrollan, desde la independencia, una función pública de enorme importancia. El teléfono de Ricardo Raphael, el de un periodista de Animal Político y el del activista Raymundo Ramos fueron infectados por un complejo sistema de espionaje que secuestra toda la información de un equipo móvil. No creo que haya, en el escenario contemporáneo algo más grave que eso. Si queremos entender las implicaciones de la apuesta militarista hay que detenerse ante desplantes de arbitrariedad como éste. El espionaje militar de civiles que ejercen la crítica revela el gigantesco costo de la alianza presidencial. El gobierno ha alimentado un monstruo que amenaza las libertades públicas.
No puede minimizarse el escándalo que significa que las Fuerzas Armadas utilicen su inmenso poder para espiar a particulares y, por lo tanto, para intimidar a periodistas independientes y a organizaciones de la sociedad civil que defienden los derechos. Esto va más allá del papel que el gobierno les ha dado en la política de seguridad, va más allá de los beneficios presupuestales que ha recibido o de las funciones administrativas que ha ido acumulando. El espionaje muestra que el Ejército no rinde cuentas y no encuentra límite ni en su Comandante Supremo. El Ejército espía muestra que el gran aliado del Presidente empieza a ser el poder supremo.
Cuando el Presidente niega que estas agresivas intervenciones telefónicas sean espionaje, afirmando que se trata de legítimas acciones de “inteligencia”, no hace más que rehuir el deber de disciplinar ejemplarmente a los mandos militares que adquirieron los instrumentos de vigilancia y que decidieron usarlos en contra de mexicanos dedicados a actividades, no solamente legales, sino democráticamente indispensables. En un régimen propiamente civil, el titular de la Defensa habría perdido ya su puesto por haber sido incapaz de cuidar información vital para la seguridad del país y por apartarse de las instrucciones explícitas del Presidente de la República. Pero el titular de Defensa parece blindado a cualquier mecanismo de rendición de cuentas.
Poder gigantesco que ni al Presidente de la República rinde cuentas. Quizá eso es lo que más preocupa. La renuncia del Presidente a ejercer su responsabilidad como Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas, que llama al orden al Ejército y le exige sometimiento a la ley, al poder civil. En efecto, el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas no ha llamado al Ejército a informar de las revelaciones que se han venido desgranando a lo largo de los días a partir del jaqueo de Guacamayas. No ha exigido un informe puntual sobre la falta de cuidado en el manejo de la delicada información que produce y que custodia el Ejército. Ha permitido que los altos mandos militares permanezcan en silencio. De esa manera, el Presidente se ha vuelto escudo del Ejército y casi podría decirse que se ha convertido en su cómplice porque se coloca ante la opinión pública como defensor de quienes violan la ley y se apartan abiertamente de sus instrucciones.
El Presidente ha dicho una y otra vez que su gobierno no espía opositores. Ha dicho que no se emplean los recursos del Estado para vigilar opositores o para intimidar a la crítica. No tengo por qué dudar que ése haya sido también el mensaje dentro de su administración. Francamente no imagino al Presidente dando la instrucción de que se intervengan teléfonos de periodistas. No lo imagino tampoco recibiendo el reporte de las comunicaciones intervenidas. Es por eso que el espionaje reciente debe ser entendido como un acto de insumisión. Nada tan ominoso como eso y nada tan terrible como la capitulación del poder civil ante la temeridad de la corporación militar que, por sus pistolas, hace del crítico un enemigo.
El Ejército se manda solo. Ni el militarista que lo mimó con mil regalos, que elogió la raíz popular de los soldados, y alabó su ejemplar eficiencia y lealtad ha podido ponerle freno. El poderoso Presidente que imaginó al Ejército como el garante último de su proyecto es la primera víctima del nuevo militarismo.