viernes, marzo 29, 2024

Los que no fueron a las marchas

Prefiero cien veces a quienes lo respaldan porque les conviene, porque cobran o porque han obtenido (o buscan) trozos de poder, que a esos otros que hacen arabescos morales e intelectuales —cada día más humillantes— para tratar de justificar su lealtad a toda prueba. Entre estos últimos, observo dos categorías que podría clasificar, de un lado, como los vengadores; y de otro, como las buenas conciencias. Y entre ellos, confieso que cada día me resulta más difícil hablar o lidiar con los segundos.

Los vengadores disfrutan de la destrucción en curso y la respaldan con el argumento de que no sólo era necesaria sino que también era justa. Alegan que los gobiernos que tuvimos desde los años ochenta encumbraron a una élite depredadora, que merece ser desplazada y castigada; y disfrutan el discurso de odio que se repite cada mañana, porque se colmaron de agravios, de indignación y de impotencia frente a los abusos cometidos por la clase política tradicional y sus aliados. Los y las vengadoras comprenden que están respaldando a un energúmeno, pero eso quieren: que no haya tregua ni compasión hasta no ver devastado por completo ese pasado reciente del país.

Hay en ellos un cierto aliento camboyano o de Sendero Luminoso: saben que está en curso un conflicto cada vez más profundo y más violento, animado desde la Presidencia y sus jaurías, pero albergan la esperanza de que tras el incendio emerja una nueva sociedad. Repiten como mantra: antes era peor, antes era peor, antes era peor. Y justifican todo sobre esa base: quien critica o contradice al líder intolerante y furibundo ha de ser estigmatizado como conservador de ese pasado y atacado sin reparos. Por supuesto, son incapaces de decir en qué consiste su proyecto reivindicador, más allá del odio y la devastación. Y tampoco les importa: solo quieren que caigan todas las columnas.

Las y los vengadores son ciegos a las consecuencias de sus actos y ajenos a los matices de lo que quieren destruir. Desde su mirador, todo lo que existió antes era malo, sin distingos, y todo lo que surja del incendio será bueno. No aducen más razones que las del agravio acumulado ni tienen más vocabulario que el del insulto fácil y la descalificación acusadora (aunque digan mentiras). Por eso cuesta distinguirlos de quienes destruyen, calumnian y atacan profesionalmente, por dinero o por poder. Ambos grupos comparten la misma filosofía que se justifica en el dolor acumulado, que se victimiza siempre para explicar sus actos y que —aunque ahora esté del otro lado de la sala y se reconozca como dueña y señora del país— sigue doliéndose de su posición vejada, mientras ofende y agrede a quienes se atreven a contradecirla.

Con todo, al menos son sinceros: odian a conciencia. En cambio, los partidarios del régimen que dicen defenderlo con absoluta convicción por sus magníficos propósitos, me resultan intragables. Aducen la defensa de los pobres y que eso justifica lo que sea. No importa cuántas veces se les explique que la pobreza no se mitiga repartiendo un poco de dinero ni cuántas veces se pruebe que minar las capacidades del Estado para garantizar derechos es la mejor ruta hacia la desigualdad. No escuchan, porque son buenas conciencias. Aducen también que el presidente está haciendo lo mejor posible, dadas las circunstancias difíciles del mundo, pero hacen la vista gorda ante la acumulación infame de poder que estamos presenciando. Aducen, en fin, que lo han defendido siempre y que lo seguirán haciendo pase lo que pase: no son fanáticos del líder sino de su propia vanidad: si ya cedieron tanto, se sienten obligados a seguir balando.

Por fortuna, ellos no fueron a las marchas que sucedieron por todo el territorio excepto para tratar de boicotearlas, pero no pudieron.

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