“Novela compleja, exigente, pero, genial.”
Mtro. José Miguel Naranjo Ramírez.
En la novela tradicional el lector está acostumbrado a conocer historias lineales, los hechos suceden en un orden lógico, cronológico, ordenado, los personajes son claramente definidos y esto hace que la lectura sea fluida, sin complicaciones. Con el Ulises de James Joyce las cosas cambiaron de forma radical, aquí si bien existen tres personajes claves como lo son: Leopold Bloom, Molly Bloom, y Stephen Dedalus. La historia de lo narrado no es lineal, e incluso en la obra nos encontraremos con muchísimas reflexiones que aparentemente no tienen conexión con la historia central, aunque, en su conjunto si va uno hilando y encontrando uniformidad en las ideas, un ejemplo es el siguiente:
En los primeros capítulos nos enteramos de la muerte de un personaje llamado Dignan, de hecho, este acontecimiento es importante porque Leopold Bloom y otros personajes asisten al sepelio de Dignan y reflexionan sobre un sinfín de temas como la muerte, el sentido de la vida, etc. Una vez sepultado Dignan, pasan varios capítulos donde el lector no vuelve a saber nada del finado protagonista, y de pronto, cuando la muerte de Dignan dejó de ser un tema de interés o se puede llegar a pensar que es un tema cerrado en la novela, sin tantos detalles aparece Patrick Aloysius Dignan, hijo del difunto y realiza las siguientes meditaciones: “Papá dentro del ataúd y mamá llorando en la sala y tío Barney indicando a los hombres cómo tenían que hacer para bajarlo en la vuelta. Era un ataúd grande y alto, y parecía pesado. ¿Cómo fue esto? La última noche papá estaba borracho parado en el descanso de la escalera, pidiendo a gritos sus botines para ir a lo de Tunney a tomar más, y parecía ancho y petiso en camisa. Nunca lo veré más. Muerto, así es. Papá está muerto. Mi padre está muerto. Me dijo que fuera un buen hijo para mamá. No pudo oír las cosas que dijo, pero vi su lengua y sus dientes tratando de decirlo mejor. Pobre papá. Ése era el señor Dignan, mi padre. Espero que ahora estará en el purgatorio, porque se fue a confesar con el padre Conroy el sábado por la noche.”
Estas cavilaciones sueltas, estos largos monólogos de los personajes invariablemente incitan en el lector soliloquios personales sobre la misma temática que los protagonistas piensan. Imaginé el momento en que un ataúd es bajado para desaparecer físicamente a un ser que nunca más volveremos a ver. Nunca se sabe el orden en que sucederán las cosas, empero, pensé que mi padre es un hombre avanzado en edad, no tanto para morirse ya, pero, conforme pasan los años los finales se acercan. Si me toca presenciar ese difícil momento que hasta hoy afortunadamente no lo he vivido con alguien tan cercano como un padre o madre. ¿Cómo lo viviré? ¿cómo lo afrontaré? ¿qué revolución interna provocará la muerte de alguien muy cercano? Resulta complicado responderse esas preguntas, sin embargo, el propio cuestionamiento me lleva a otra línea del pensamiento como es el valor de la vida, el valor del tiempo. Nada podemos hacer ante el sentimiento trágico de la vida como es la muerte. Luego entonces, Kantianamente habría que preguntarnos: ¿qué puedo hacer? ¿qué debo hacer? O, acaso, mejor es vivir sin cuestionarnos, vivir como nos parezca sin complicarnos. Dentro de este universo de elucubraciones sueltas, quiero emparejar las aquí escritas con las manifestadas por Lepold Bloom:
“El señor Bloom avanzó levantando sus ojos preocupados. No pienses más en eso. La una pasada. La señal sobre la oficina marítima está baja. Tiempo de descanso. Fascinador librito es el de sir Robert Ball. Paralaje. Nunca entendí exactamente. Allí hay un sacerdote. Le podría preguntar. Para es del griego: paralelo, paralaje. Meten si cosas lo llamaba ella, hasta que le conté lo de la transmigración. Que pavada. El señor Bloom sonrió qué pavada a las dos ventanas de la oficina marítima. Ella tiene razón después de todo. Solamente grandes palabras para cosas comunes porque suenan bien. Ella no es muy ingeniosa que digamos. Puede ser grosera también.”
Empatando lo aquí transcrito con el artículo anterior que escribí[1], sabemos que el señor Bloom se refiere a los comentarios que hizo con su esposa Molly de sus recientes lecturas. Este es un ejemplo puntual que muestra que, a pesar de la falta de continuidad de las historias, conforme se avanza en la lectura se logra percibir esa uniformidad de las ideas, ese encadenamiento de los temas planteados. No obstante, enfocándonos en las meditaciones que los personajes realizan de manera aislada, y particularmente, al momento que me interrogué en lo referente al valor de esta nueva forma de narrar, esto incluye responderme si vale la pena dedicar tantas horas y esfuerzo para tratar de comprender y profundizar en la lectura de una obra compleja, exigente, me topé con estas deliberaciones:
“–Nuestros jóvenes bardos irlandeses –censuró John Eglinton –tienen que crear todavía una figura que el mundo pueda colocar al lado de Hamlet del sajón Shakespeare, aunque yo lo admiro, como lo admiraba el viejo Ben, sin llegar a la idolatría. –Todas esas estas cuestiones son puramente académicas –vaticinó Russell desde su sombra-. Quiero decir, si Hamlet es Shakespeare o Jacobo I o Essex. Discusiones de eclesiásticos sobre la historicidad de Jesús. El arte tiene que revelarnos ideas, esencias espirituales sin forma. La cuestión suprema respecto a una obra de arte reside en cuán profunda la vida pueda emanar de ella. La pintura de Gustave Moreau es la pintura de ideas. La más profunda poesía de Shelley, las palabras de Hamlet, ponen a nuestro espíritu en contacto con la sabiduría eterna, el mundo de las ideas de Platón. Todo lo demás es especulación de escolares para escolares.”
La respuesta que otorga Joyce a través de sus personajes sobre el valor del arte es maravillosa: “El arte tiene que revelarnos ideas, esencias espirituales sin la forma.” Sí, porque siempre cuidamos la forma, y, sobre todo, porque sabemos que la forma es muy importante, lo reconozco. Lo malo es que la forma nos ha limitado la libertad de crear, es tan rígida que limita nuestra libertad de pensar, querer, soñar, actuar. La forma nos encuadra. Blanco. Negro. La forma nos impone, somos seres prejuiciosos. Ahora bien: ¿Qué tanto podemos controlar la forma en los diversos aspectos de nuestras vidas? Porque sí o sí somos producto de una civilización, de una educación. ¿Cómo liberarnos de toda esa carga? Tal vez, el camino sea no renegar lo que somos, al contrario, saber lo que somos y a partir de allí modificar lo que no nos gusta. Porque los siglos pasarán y pasarán, y, a fin de cuentas: “Nadie es nada.”
“Toda la población de una ciudad desaparece, otra la reemplaza, falleciendo también: otro viniendo, yéndose. Casas, líneas de casas, calles, millas de pavimientos, ladrillos apilados, piedras. Cambiando de manos. Este propietario, aquél. Dicen que el propietario nunca muere. Otro ocupa su lugar cuando le llega el aviso de largar. Compran el lugar con oro y sin embargo todavía tienen todo el oro. Lo estafan en alguna parte. Amontonado en ciudades, gastado edad tras edad. Pirámides en arena. Construido sobre pan y cebollas. Esclavos. La muralla china. Babilonia. Quedan grandes piedras. Torres redondas. El resto ripios, suburbios desparramados, edificados a la diabla, las casas de los hongos de Kerwan, construidas de viento, refugio para la noche. Nadie es nada.”
Que nadie es nada, verdad irrefutable es. ¿Qué debo hacer? Vivir mientras me llegue la nada…
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[1] https://puntoyaparteonl.com/2022/12/06/centenario-del-ulises-de-james-joyce-i/