Serpientes y Escaleras
Salvador García Soto
Nadie sabe a ciencia cierta a cuántos seres humanos asesinó, torturó, mutiló y desapareció violentamente Joaquín «El Chapo» Guzmán, personalmente o a través de sus sicarios, en su larga carrera criminal antes de ser extraditado y sentenciado a cadena perpetua en Estados Unidos. Los cálculos de los fiscales estadunidenses que lo acusaron ante la Corte Federal de Brooklyn, con base en las declaraciones de 56 testigos, videos, fotografías y mensajes de texto interceptados, llegaron a hablar de 70 mil asesinatos violentos ordenados y cometidos por el narcotraficante mexicano, descrito como «sanguinario y violento» por sus propios sicarios que testificaron en su contra.
Secuestros, asesinatos, decapitaciones contadas por miles a cargo de los escuadrones de la muerte que comandaba «El Chapo». Un antiguo sicario del Cártel de Sinaloa, que trabajó directamente bajo las órdenes del narco sinaloense, declaró en el juicio que Guzmán Loera les ordenaba secuestrar, interrogar, torturar y disparar contra miembros de organizaciones rivales, a veces llevando a cabo él mismo los actos de violencia. Isaías Valdez Ríos, quien llegó a ser guardia personal del capo, tras haber sido soldado del Ejército mexicano en las fuerzas especiales, narró cómo su jefe golpeó a dos hombres con la rama de un árbol hasta que sus cuerpos «quedaron como muñecas de trapo», antes de dispararles a ambos en la cabeza y ordenar a sus hombres que lanzaran los cuerpos al fuego. «Pónganlos en la hoguera, no quiero que queden huesos», ordenó Guzmán.
Hoy, el que fuera por mucho tiempo el narcotraficante más temido y buscado del mundo, el mismo que se burlara en dos ocasiones del gobierno mexicano y su corrompido sistema carcelario al fugarse en dos ocasiones de penales «de máxima seguridad» como Puente Grande, Jalisco, y La Palma en Almoloya, Estado de México, pasa sus días en una celda de la impenetrable cárcel Supermax en Colorado, temida y definida en el mundo carcelario como el Alcatraz de las Rocosas. Apenas cumple tres años de la sentencia de cadena perpetua de hasta 30 años que le dictara el implacable juez Bryan Cogan y el sanguinario Guzmán Loera ya se queja, a través de sus abogados en México, de «tratos inhumanos», «aislamiento» y «tortura sicológica» por lo que pide al gobierno mexicano que le ayude para ser devuelto por los Estados Unidos y repatriado a su país para purgar su sentencia en una cárcel mexicana.
La petición, que se hizo primero a la embajada mexicana en Washington a través de un correo electrónico y que luego difundieron mediáticamente los abogados encabezados por José Refugio Rodríguez, ya fue derivada a la Secretaría de Relaciones Exteriores, aunque en principio el canciller Marcelo Ebrard dijo que no veía «posibilidades» de que la repatriación fuera viable. Pero ayer le preguntaron al presidente López Obrador, en su conferencia mañanera qué pensaba de la solicitud del «Chapo» Guzmán y, con la extraña y rara debilidad que siempre ha mostrado por «el señor Guzmán Loera» –como él lo llama–, el mandatario dijo: «Cuando se trata de derechos humanos hay vías y hay instancias internacionales, entonces no es descartar porque el principal de los derechos humanos es el derecho a la vida, entonces a cualquier persona se le tiene que garantizar este derecho».
El presidente dijo que la cancillería revisaría el asunto para ver si procede, pero pidió que, tratándose de los derechos humanos del narcotraficante «siempre hay que dejar la puerta abierta». No es la primera vez que López Obrador se compadece del «Chapo» Guzmán en particular y de los narcotraficantes en general argumentando que «también son seres humanos y tienen derechos». De hecho, el lloriqueo de los abogados del narco sinaloense es el segundo intento por repatriarlo a México, el primero lo hizo la madre del capo, María Consuelo Loera, en una carta que le mandó al presidente en 2019 y que éste hizo pública.
No es nada nuevo que López Obrador pondere y defienda públicamente los derechos humanos de los criminales y narcotraficantes, pero no deja de ser indignante e inexplicable que el presidente se preocupe más por delincuentes sanguinarios como Joaquín Guzmán que por los miles de víctimas que asesinó, torturó y desapareció el narco sentenciado en Estados Unidos. Le conmueve al presidente saber que «don Joaquín Guzmán Loera», porque él se niega a decirle «Chapo», está triste y desolado en una celda en Colorado, con dolores de muelas que no le atienden, pero no le conmueve que durante sus cuatro años de gobierno hayan asesinado ya, violentamente, a más de 170 mil mexicanos, según las cifras oficiales de su propio gobierno.
Esos cientos de miles de mexicanos muertos por una violencia despiadada e inhumana que no ha podido frenar su gobierno, que en su mayoría eran jóvenes, familias enteras masacradas, niños baleados, mujeres e hijos desaparecidos, secuestrados y asesinados por los narcos y luego tirados sus cuerpos en fosas clandestinas ¿no tenían derecho a la vida? ¿No importaban sus derechos humanos más que los de los criminales que los asesinaron? ¿Todos esos mexicanos jóvenes, mujeres, profesionistas, campesinos, estudiantes, padres de familia, niños y niñas no merecen la compasión y la defensa que el presidente de México le otorga a un capo juzgado y sentenciado? ¿Sus vidas no merecían también que López Obrador les dejara «la puerta abierta» a sus derechos humanos?
Hace tiempo es claro e inocultable que el presidente mexicano extravió y perdió el rumbo cuando su estrategia de seguridad privilegió abrazar a los criminales y violentos en lugar de combatirlos. Pero lo que cada vez es más difícil de entender es el porqué de su reiterada defensa a los grupos que tienen asolados y asustados a los mexicanos en amplias regiones del país en donde, cuando no los matan o los desaparecen los expulsan de sus tierras y propiedades.
Tantas deferencias, tanto replegarse ante el poder fáctico del narco, hace pensar en que sí hay pactos de impunidad de este gobierno hacia el crimen organizado. Porque aún en el único golpe real que ha dado su gobierno, con la reciente captura de Ovidio Guzmán, no queda claro por qué razón no lo quiso entregar de inmediato a los Estados Unidos, cuando su captura se hizo con una orden de detención con fines de extradición librada por la justicia de ese país. ¿Será que igual que en el caso del padre, López Obrador también se preocupa por los derechos humanos de Ovidio? Ojalá algún día se preocupe igual por los derechos de los cientos de miles de víctimas en este país.