Ya en el tobogán de la cuenta regresiva, en un gobierno cuyo periodo cursa en su penúltimo año, comienzan a sentirse los síntomas de la mengua del poder, cuando ya es hora de volver sobre sus pasos a “limpiar la casa” para borrar en lo posible las huellas de acciones no acordes con “las buenas costumbres” financieras y administrativas, aunque según es posible advertir algunas pudieran ser muy profundas y difíciles de desvanecer convirtiéndose en todo caso en el hilo conductor de quienes en el futuro cada vez más inmediato quieran fincar responsabilidades a servidores públicos, que tentados por la práctica del patrimonialismo político incurrieron en irregulares desviaciones. También deberán limpiar su casa los servidores públicos cuya actual encomienda consiste en el seguimiento y control de la función pública, porque según vox populi no han sido capaces ni de controlar sus propias acciones, a ellos, el espíritu del legislador dedicó, y quedó plasmado en el marco normativo, el delito concerniente al “incumplimiento de un deber legal”, tal les queda “como anillo al dedo”. Es lamentable asentarlo, pero quienes aceptaron la responsabilidad de desempeñar la labor de controlar y evaluar las acciones de gobierno estatal deberán estar conscientes de que la aplicación rigurosa de sus funciones nada tiene que ver con empatías ideológicas ni necesidades de empleo, y sí en cambio con la estricta aplicación de las normas establecidas para el correcto funcionamiento del servicio público. Nada ocurrirá mientras las modulaciones del poder no cambien de mando, pero la experiencia indica que cuando esos efluvios se trasladan a otro polo, deviene el antes y el después, ese inevitable y fatal tránsito ya muy conocido, entre otros muchos, por Javier Duarte, el ex fiscal Jorge Winkler y su antecesor (en ese trance, hasta la forma de caminar cambia, de súbito desaparece la “guapura” y deja de escucharse el “sí señor”). El cumplimiento a la ley es de obligada observancia, mientras se ejerce las oportunidades de evadirlo son posibles, en ocasiones incluye procedimientos de perversos fines, tal como lo hizo el exgobernador Fidel Herrera al maniobrar dejando un sucesor ad hoc para cubrirle las espaldas. En regímenes como el nuestro es común evitar confrontaciones entre sucesores de afinidad política y partidista, de allí el gran peso y utilidad de las transiciones con alternancia, pues en este caso casi siempre la bolsa de las negociaciones entre quienes llegan y los que se van contienen o “chivos expiatorios”, o persecución política. Implica el acentuado padecimiento de un síndrome postraumático, pues el periodo entre el ser todo poderoso y la ausencia de los mecanismos del poder es pasar como en un santiamén de lo que hoy es, mañana ya no. En materia política, la figura de un alcalde, un gobernador o un presidente del país, en sus respectivas jurisdicciones ocupa el centro de todas las expectativas; porque su privilegiada posición conlleva la esperanza de cientos, miles, millones de personas, correlativo al enorme influjo del recurso público puesto institucionalmente a su disposición. La decepción o la aceptación es dimensionada por los resultados de la gestión y responsabilidad conferida, por lo cual en los tiempos actuales viene cobrando mayor vigencia y significado efectivo el juramento de toma de posesión de un cargo público fincado en el cumplimiento del deber legal, y más aún la admonición con la que concluye: “…si no lo hicieres que el pueblo os lo demande”. En ese contexto, la determinante de las circunstancias ocasionan la dramática conclusión de los periodos de gobierno en nuestro país: Lex dura Lex, “La ley es dura, pero es la ley”; o sea, coloquialmente ¡sálvese quien pueda!