Los contemporáneos, enajenados ya por los dictados de la tecnología, no guardamos memoria de cuando el hombre permanecía en íntimo contacto con la naturaleza, de esa inspiradora interrelación emanaron sabios pensamientos resumidos en la Biblia, ese extraordinario compendio de sabiduría desde los comienzos del ser humano, a partir del desarrollo de su capacidad de raciocinio. Ese Libro de libros contiene el pensamiento del hombre durante un largo periodo en su caminar por esta dimensión; de esta interrelación proviene gran parte de las reflexiones inscritas en la Biblia, un libro a cuya lectura uno debe aplicarse con dedicación y ánimo de conocimiento para descifrar e interpretar cuanta alegoría encierra en su sabia narrativa. Con Heródoto, Polibio, Plutarco, Tucidides entre otros ilustres narradores de la historia del hombre, conocimos la capacidad del hombre para combatirse entre sí. Con Esquilo, Sófocles, Eurípides, abrevamos los íntimos resortes de la naturaleza humana, sus pasiones, su capacidad para el amor y para la traición; Shakespeare en Macbeth hace eco de aquellos. Allí podemos abrevar cuánto influye el poder sobre la condición humana, cómo empuja al hombre a transformarse al mínimo soplo de esa energía solo para que al final de sus días, por la experiencia de los años recobre la noción del verdadero sentido de la vida. Hay en el Eclesiastés, libro de la Biblia, una gran riqueza de enseñanzas porque en su parte medular transita un estupendo sumario que trasluce los muchos vericuetos de la condición y la conducta humana. Para comprobarlo, basta extraer de su rico caudal de enseñanzas una de sus extraordinarias máximas: “En el largo recorrer de la vida he visto siervos a caballo y príncipes caminando”. Por mucho que pudiera ser de sentido críptico, no hay dificultad para deducir su significado.