Una de las causas por las cuales la corrupción en nuestro país creció de manera exponencial es la ininterrumpida sucesión de gobiernos emanados del mismo signo partidista, circunstancia convertida en complicidad entre quien terminaba una gestión pública y quien entraba al relevo, lo mismo a nivel federal que en el estatal y el municipal. En este último orden de gobierno el fenómeno se acentuaba porque quien recién ascendía casi siempre había sido “avituallado” durante la fase previa por el alcalde saliente, era un respaldo con valor entendido, que consistía en el “borrón y cuenta nueva”. Pese a ese costumbrismo político debe reconocerse que cada periodo de gobierno añadía en la estructura del aparato de gobierno nuevas instituciones con la inherente intención de mejorar los controles en la aplicación y destino del recurso público. López Portillo presumía que su gobierno era “un gobierno de planes y programas”, no de ocurrencias sexenales. Con Miguel de la Madrid se instituyeron los mecanismos de control y evaluación, y en las entidades federativas fueron creados los primeros órganos de control, etc., Documento de fundamental importancia lo fue el Plan Global de Desarrollo económico. Salinas de Gortari dio secuencia a esa inercia e incluso instaló un nuevo modelo de Desarrollo Económico.
Pero en 2000 se interrumpió el monopolio presidencial ejercido por el PRI, llegó la alternancia y se vislumbró un cambio de forma y de fondo, al menos la complicidad menguó porque entre adversarios políticos de añejas confrontaciones electorales eso se dificulta. Para ese entonces algunas entidades federativas y municipios capitales de estados ya habían experimentado la alternancia. Sin embargo, la fuerza corrosiva del poder es un factor central en este glamoroso juego, porque ni el PRI, tampoco PAN y ahora Morena han reducido los índices de la corrupción en el país, peor aún, el reiterado ejercicio de instaurar contratos de manera directa mandando al archivo muerto las licitaciones lesiona medularmente los principios de la transparencia y de la rendición de cuentas. Y en ese escenario pleno de pesimismo permea también la decepción: cuando los asuntos de la política eran monopolio de los hombres fecundaba la idea de que con el acceso de la mujer al ejercicio de la cosa pública casi en automático cedería la corrupción, pero, ¡oh desengaño! Tal parece que solo ha sido más de lo mismo, porque ni en contralorías, Secretarías, ni en la fiscalía, ni en alcaldías, ni en conducta política su presencia ha incubado la esperanza de mejores tiempos. Claro, honrosas excepciones sí las hay.