La de hoy es fecha muy significativa para los mexicanos porque honramos la memoria de quienes han partido “hacia el más allá”. La manera festiva con la que revestimos ese amoroso recuerdo encuentra raíces en la religiosidad del colectivo mexicano, combinado con el sincretismo cultural abonado tras el encuentro de culturas diferentes, y festivamente el ingenio de nuestra idiosincrasia lo engalana con la vistosa imagen de Las Catrinas. En el Salmo 119 del Libro de libros encontramos un extraordinario compendio de sabiduría, un bálsamo reconfortante para el sentimiento y el pensamiento religioso, un rico arcón pleno de enseñanzas, del cual es posible extraer y abrevar sabias lecciones filosóficas del estoicismo y del epicureísmo. En ese compendio de radiante contenido encontramos los asideros con los que es posible dar sentido a la existencia de todo lo que alienta vida, que por su inherente naturaleza de efímera existencia está fatalmente destinado a desaparecer. Dice el referido Salmo: “Peregrino soy en esta tierra, tus mandamientos no me ocultes (119-19), “tus normas son cantares para mí en mi mansión de peregrino” (119-54), esa “mansión de peregrino” es nuestro cuerpo, nuestro templo, al que el catolicismo que llama a la humildad recuerda su calidad de polvo.
En el Eclesiastés encontramos relucientes destellos del estoicismo: «Para todas las cosas hay razón, y todo lo que se quiere debajo del cielo, tiene su tiempo. Tiempo de nacer, y tiempo de morir, tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado”. Pero, no solo en textos de índole religiosa es posible encontrar alusiones relativas a nuestra condición de peregrinos en esta tierra, porque en el amplio resplandor de la literatura universal se encuentran verdaderas joyas que ilustran la preocupación del hombre por su condición perecedera y su muy efímero tránsito por los caminos de esta dimensión; Shakespeare lo describe con singular maestría en Hamlet: «Tú lo sabes, común es a todos: el que vive debe morir, pasando de la naturaleza a la eternidad», y con la crudeza de su sabiduría, con aguda percepción respecto al entorno humano, enfatiza: «¿Será bien que el corazón padezca, queriendo neciamente resistir a lo que es y debe ser inevitable? ¿A lo que es tan común como cualquiera de las cosas que más a menudo hieren nuestros sentidos? Este es un delito contra el cielo, contra la muerte, contra la naturaleza misma; es hacer una injuria absurda a la razón, que nos da en la muerte de nuestros padres la más frecuente de sus lecciones y que nos está diciendo desde el primero de los hombres hasta el último que hoy expira: «Mortales, ved aquí vuestra irrevocable suerte». Son lecciones de vida, y quien tenga oídos para oír, que oiga.