En la escuela de bachilleres de un pintoresco pueblito, el director decidió hacer una especie de tómbola para que los alumnos sustentaran el examen que les permitiría aprobar el primer año de estudios.
La idea del profesor, que compartió con los maestros que daban las materias de ese ciclo, consistía en que pondrían en un sombrero de filtro papeles doblados en los que habría escrito algún tema del currículum, y cada alumno pasaría al frente, sacaría un papel y tendría que desarrollar de manera oral, ante un jurado de cinco docentes, el tema que le hubiera correspondido en suerte.
Así lo hicieron y llegó el día señalado para el experimento del titular de la escuela. Los alumnos entraron al salón y fueron pasando uno a uno. Los primeros tres tuvieron suerte o iban muy bien preparados, porque sustentaron ante sus inquisidores los temas que les había señalado la fortuna. La primera y el segundo lograron una calificación aprobatoria de 9, y la tercera -una chica terriblemente inteligente de nombre Luna- consiguió maravillar a los cinco jueces y al auditorio con su conocimiento resplandeciente, y le fue impuesto por unanimidad un 10, sobresaliente.
El cuarto alumno, de nombre Tlacuachín, se dirigió con decisión hacia el sombrero, sacó el papel, leyó lo que estaba escrito y exclamó: “¡Los rayos catódicos!”, al mismo tiempo que regresaba con rapidez el papel al fondo del sombrero.
Pero el director era una persona muy avezada en descubrir a los embaucadores y estaba preparado: metió rápidamente la mano y sacó el papel, que en realidad decía: “Características de la selva tropical”.
El pobre Tlacuis no tuvo más remedio que reconocer su fallido intento y a continuación se quedó mudo, porque no tenía ni la menor idea de qué era una selva tropical.
Para el examen extraordinario que tuvieron que presentar los alumnos que no habían logrado aprobar, se siguió la misma mecánica, y cuando le tocó a Tlacuachín, metió la mano al sombrero, sacó el papel, leyó en voz alta: “¡Los rayos catódicos!”, y lo regresó con presteza.
Una vez más el director no se dejó sorprender por el alumno y resultó que el tema que le había tocado era: “Las partes de la oración, modificadores, aposición, objetos y circunstanciales”.
Tlacuachín no pudo más que reconocer que no sabía nada de ese tema, estrambótico para él.
Pues llegó el examen a título. Tlacuachín estaba ahí firme y esperanzado y caminó con paso firme hacia el maldito sombrero. Ya saben: sacó el papel, lo leyó rápidamente, dijo: “Los rayos catódicos”, y lo devolvió al fondo.
Y otra vez el veloz director: echó mano al papel y vio que el tema escrito ahí era: “Los rayos catódicos”. ¡Sí, los rayos catódicos, los benditos rayos catódicos a los que esta vez les había atinado la suerte de Tlacuachín!
Así que nuestro héroe se paró frente al jurado, tomó aire y empezó su disertación:
“Los rayos catódicos son tres: Melchor, Gaspar y la reina Isabel…
Feliz Día de Reyes para todos los niños de México.