Por lo general quienes dedican su vida a ocupar posiciones de poder, viven con intensidad la emoción de luchar por el próximo cargo, de ganar la siguiente elección, de acomodarse en la nómina gubernamental en posiciones de primer nivel, de gozar las canonjías que representa el ejercicio del cargo, de hacer negocios, de sentirse admirados, adulados y rodeados de su corte.
Es lo natural de quienes viven de y para la política. Se preparan para ello y en muchos casos estudian, adquieren grados académicos, toman cursos de dicción, de oratoria, de manejo de su imagen, de desenvolvimiento ante reporteros y entrevistadores. Se trata de que se muestren como cercanos a la gente, afables, elocuentes, precisos en sus opiniones, certeros en sus juicios, que todo lo saben, seguros de sí mismos y hábiles en el arte de la seducción del gran público, del elector.
Hay, desde luego, muchas mujeres y hombres en el teatro de la política que tienen atributos naturales y habilidades innatas que los orientan sin más a conectar con la gente, son los dueños de ese discreto encanto que se llama carisma y que los vuelve, recordando a Max Weber, en líderes capaces de ejercer dominio sobre los demás.
No son muchos con estas características, pero apoyados ahora con la magia del marketing se solazan con los datos de las encuestas y estudios de opinión, de cuan queridos son. Aunque-debe decirse-se observan por lo general en espejos distorsionados. Las encuestas y sondeos son trajes hechos a la medida, mediciones para reforzar la autoestima o intentar suplantar, como parte de las modernas estrategias de campaña y mientras no llega la decisión final del ciudadano en las urnas, la opinión real de la gente.
Al final, y volviendo al tema, lo que todos esos prototipos de políticos hacen es vivir a plenitud el camino rumbo a la consagración, el estrellato y la satisfacción de llegar a la meta soñada, llámese la Presidencia de la República, la gubernatura de su estado, la curul o la presidencia municipal. Se ufanan de haber batallado por años y años para alcanzarla, y cuando están ahí vaya que disfrutan el ejercicio del poder, el uso y abuso del mismo, conforme a sus visiones, estrategias electorales o delirios de trascendencia.
Pero lo interesante de los políticos es verlos cuando concluyen los ciclos de poder, cuando están por concluir un encargo o, peor aún, al llegar a la banca, a esperar, tejer y operar para lo que viene. Son momentos que los ponen a prueba. Es cuando los asalta la nostalgia del poder.
Se preparan para ser, pero las más de las veces no lo hacen para dejar de ser. Es el dilema de quien ve mermar su poder, de empezar a ser criticado por los mismos que lo adularon hasta la ignominia, de sentir el alejamiento de quienes favoreció y que buscan ahora al que viene. Muerto el Rey, viva el Rey. Difícil asimilar que comienzan a eclipsarse y deben dejar paso al o la que irá a sucederlos. Es, quizá, la más dura prueba a la que deben someterse en su peregrinar por el proceloso mar de la política.
Esa nostalgia del poder y las ganas de detener el tiempo los llevan a cometer errores, a volverse intolerantes, si no lo eran ya, a recelar de todo y de todos, a buscar traidores, a no vivir en paz, a perder el estilo, a poner piedras en el camino a quien se perfila para sucederlos.
Por ello, quien aspira a crecer en la política debe saber que los ciclos de gobierno y de plenitud en el cargo son precisos en su duración y que el tiempo se agota día a día. Es una verdad de Perogrullo, pero todo dura hasta que se acaba, el poder incluido.
La historia nos ha enseñado que en una democracia nadie se puede perpetuar en el cargo ni sujetar a quien lo releva o imponerle equipos de trabajo aun siendo correligionarios. Quien llega al poder indefectiblemente querrá ejercerlo sin cortapisas ni condicionantes, es lo normal y se explica en la psicología y naturaleza humanas.
Entonces, el secreto para salir por la puerta grande y convertirse en el mejor ex presidente, ex gobernador o ex lo que usted quiera, consiste en saber desde el primer día de su gestión, que el poder termina, pero el recuerdo perdura.
Por sus obras y acciones los recordaremos, lo mismo por su generosidad, sus compromisos cumplidos o su respuesta a las demandas de la gente. Pero los recordaremos sobre todo por sus excesos, su demagogia, sus faltas o desatinos como gobernantes o por la palabra ofrecida sin respaldo en los hechos.
Para bien o para mal ese es su legado y el equipaje con el que parten a su siguiente estación, si la hay, o a esperar el juicio implacable de la historia.