El pleito entre titanes, como describe el columnista Leo Zuckerman, es realmente atractivo para el respetable público, el de la sociedad política y el de la sociedad a secas. No extraña pues, que el choque frontal entre el presidente Andrés Manuel López Obrador y el presidente del Grupo Salinas, Ricardo Salinas Pliego, haya generado un enorme interés público que medido en su alcance en las redes sociales por la consultora MW Group, tocó las emociones y las conciencias de 40 millones y medio de mexicanos, casi una tercera parte de la población nacional.
En la pelea en el universo digital nadie va ganando claramente, pero el que más va perdiendo es López Obrador, que tiene 81% de negativos en el sentir de la gente, porque consideran que se trata de una venganza contra Salinas Pliego, lo llaman “dictador” y, en el mejor de los casos, piensan que es un distractor para ocultar el aumento en los precios de la canasta básica. Los negativos del empresario suman 75.3%, una pequeña muestra de que no es bien querido por muchos, pero que en el balance con el Presidente, se piensa que tiene razón.
Ese primer plano de sentimientos y subjetividades esconden frente a los ojos de todos la verdadera dimensión del enfrentamiento: nunca en la memoria un individuo había desafiado el poder supremo del jefe del Estado Mexicano de una manera tan clara, contundente y retadora. Lo más cercano que se vivió fue en 1973, cuando el fundador del Grupo Monterrey Eugenio Garza Sada murió durante su secuestro en Monterrey por parte de una célula de la Liga Comunista 23 de Septiembre, que lo enfrentó con la clase empresarial, cuando varios de sus miembros responsabilizaron de frente al presidente Luis Echeverría durante el funeral.
Estamos viviendo un momento extremadamente violento por lo que significa el enfrentamiento, derivado de litigios fiscales de Salinas Pliego que se están dirimiendo en la Suprema Corte de Justicia. López Obrador, que desde hace casi un año le dijo a sus cercanos que iba a hacer que pagara lo que debe, se metió en medio de los dos y politizó el tema. Salinas Pliego ha doblado la apuesta cada vez que se refiere a él por el tema de los impuestos, obteniendo una reacción timorata del Presidente, que contrasta enormemente con la forma como flagela y destruye famas públicas, incluidas las de los más importantes empresarios del país.
Pero los comentarios tímidos y a veces sibilinos del Presidente, acompañados por una campaña contra Salinas Pliego desde Palacio Nacional, elevaron el calor del diferendo que tuvo su cenit el martes con la difusión de un video de ocho minutos y 26 segundos en X -lleva más de tres millones 300 mil impresiones- donde respondió a “las acusaciones y afirmaciones” de López Obrador, pidiéndole que no se entrometiera y dejara que resolvieran los tribunales, llamando a su gobierno constructor de obras “faraónicas”, opaco en sus acciones, “faccioso” en su actuar, que estaba realizando maniobras distractoras para desviar la atención de la violencia y la inseguridad, y del olor a corrupción en su administración, pegando en donde más le duele: su honestidad.
Salinas Pliego no muestra nada de miedo ante López Obrador -algo que le reconocen por su consistencia personas incluso que discrepan de él, o no le guardan simpatía-, pero sobre todo, ha horadado la investidura presidencial. Para el empresario, la persona más poderosa del país por los recursos meta constitucionales que tiene el jefe del Ejecutivo Mexicano, es tratada como par, aunque no lo es, porque el cargo emana de la voluntad popular. La irreverencia política de Salinas Pliego, se puede argumentar, tampoco ha sido por generación espontánea. López Obrador ha ido lastimándola con su talante bravucón y pendenciero, con sus mentiras y manipulaciones de la realidad, con su gobernar para unos y desprecio para muchos, pero antes que nada, porque él mismo se ha encargado de banalizarla en su ejercicio mañanero, trivializar lo relevante y agotar la palabra presidencial.
Si Salinas Pliego cruzó esa línea que nadie antes se atrevió a traspasar, López Obrador contribuyó mayormente a que ese respeto jerárquico institucional, se trasladara a un piso parejo. En ese terreno están corriendo uno contra el otro sin desviarse, buscando tomar la mejor decisión posible para alcanzar sus fines prácticamente en tiempo real, sin control sobre el comportamiento de su interlocutor. En esta dinámica sólo hay de dos: o se estrellan de frente, o uno de los dos se hace a un lado. Hasta hoy, quien ha dado pasos laterales es López Obrador, que lo trata con una deferencia y respeto que no tiene con nadie más.
Salinas Pliego sabe que le quedan a López Obrador menos de seis meses y medio como presidente, tiempo suficiente para que pueda dar un golpe de fuerza y amenazarlo penalmente a pagar, como el SAT ha hecho con otros capitanes de la industria, mediante acciones que ha descrito el empresario como “extorsiones”.
Pero al mismo tiempo, la construcción de un personaje que le habla como nadie lo hace y es valiente frente a un bulldozer que arrasa, le da un cierto blindaje ante una acción de fuerza en la agonía del sexenio, donde la pregunta de por qué López Obrador no hizo nada antes, podría interpretarse como una acción con todos los recursos del poder que no es un acto de justicia donde todos son iguales, sino una vendetta.
López Obrador se metió en un pantano sin darse cuenta y se fue enredando con el paso de los meses ante la postura indómita de Salinas Pliego. El Presidente está obligado política y moralmente a que cumpla con sus obligaciones fiscales, pero la trampa en la que se encuentra radica en la palanca que está fuera de su control. En la agonía del sexenio, en una caprichosa paradoja, su suerte la tiene la Suprema Corte de Justicia a la que quiere colonizar, frente a un empresario que lo reta todos los días y que, hasta ahora, lo tiene acorralado.
Nota: esta columna no se publicará durante la Semana Santa.
Raymundo Riva Palacio
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