La visita que realizaron varios funcionarios del Gobierno de Estados Unidos a Palacio Nacional para hablar con el presidente Andrés Manuel López Obrador, pasó con tanta pena sin gloria que lo que más llamó la atención a la prensa es que el embajador Ken Salazar saliera con el libro “Gracias” bajo el brazo. Sin embargo, el encuentro con la asesora de la Casa Blanca en seguridad territorial, Elizabeth Sherwood-Randall y el coordinador de infraestructura energética Amos Hochstein, fue de la más alta relevancia, no sólo porque se abordó uno de los temas geoestratégicos más importantes para el presidente Joe Biden, sino porque se rompió la hielera en donde López Obrador había colocado la relación bilateral.
Sherwood-Randall es la funcionaria que lleva la relación con López Obrador, que fue acompañada por Hochstein, con quien tuvo un primer encuentro de cuatro horas en octubre pasado. El cargo oficial de Hochstein es coordinador para la Infraestructura Global y la Seguridad Energética, que es una iniciativa que promovió Biden en la reunión del G-7 en Alemania en 2022 para fortalecer las cadenas de suministro que garanticen el abasto a Estados Unidos de minerales críticos, como el litio, para fabricar baterías y chips para industrias. En ese campo Biden ha ofrecido recursos para inversiones tecnológicas en México, vital en el juego de la geopolítica y la guerra comercial con China.
Como en la primera reunión, nada trascendió de estas conversaciones, aunque se puede conjeturar que están llegando a un acuerdo porque la canciller Alicia Bárcena sostuvo reuniones de trabajo aparte con los asesores de la Casa Blanca. Más hermético, porque ningún funcionario de ninguno de los dos países filtró casi nada a la prensa, fue el restablecimiento de un diálogo fluido que se interrumpió por instrucciones del Presidente, como señal política de su gran molestia con el Gobierno de Estados Unidos.
López Obrador puso la relación con la Administración Biden en un impasse como consecuencia de las primeras revelaciones en la prensa de ese país sobre las investigaciones de la DEA que apuntaban a financiamiento del narcotráfico en sus campañas presidenciales de 2006 y 2012, que lo desquiciaron y mantiene alterado hasta ahora, por la etiqueta en redes sociales de #NarcoPresidente, que no lo ha abandonado en las tendencias de X desde entonces. La instrucción a todo el gobierno fue tajante: no podían tener ningún contacto con funcionarios estadounidenses. Las llamadas telefónicas dejaron de contestarse y los contactos bilaterales en diversos campos se suspendieron.
Las únicas señales de que las cosas no marchaban bien las dieron el director del FBI, Christopher Wray y el procurador general, Merrick Garland, que en audiencias en el Capitolio la semana pasada y el martes, respectivamente, dijeron que la cooperación en materia de seguridad con México era insuficiente y que hasta ahora no se había podido restablecer la colaboración de la DEA con el gabinete de seguridad que había, presumiblemente hasta la detención del exsecretario de la Defensa, general Salvador Cienfuegos, en octubre de 2020, que marcó un antes y un después en la relación mexicana con esa agencia.
En el Gobierno de Estados Unidos había preocupación por la actitud que había tomado López Obrador, cuyas órdenes de romper todo contacto con las contrapartes estadounidenses de las diversas áreas del gobierno, se siguieron cabalmente. Como no hubo ningún trascendido del hielo que echó López Obrador a la relación bilateral, tampoco lo hay sobre qué influyó en un restablecimiento en forma y fondo, que es lo que sucedió este martes. No obstante, hay un episodio que coincide con el levantamiento de este bloqueo político y diplomático, que tiene que ver con la ruptura de relaciones con Ecuador.
Tras el asalto a la Embajada de México en Quito, el presidente instruyó a la canciller Bárcena que cabildeara con gobiernos y organismos internacionales para una condena contra Ecuador por haber violado convenciones internacionales al allanar la misión diplomática. Bárcena hizo el trabajo de manera limitada, porque la primera reacción del Gobierno de Estados Unidos fue ambigua, que provocó la calificación de “blanda” por parte de López Obrador.
El Presidente no se quedó en palabras. Pidió a un alto funcionario de su gobierno y a un excolaborador que se mantiene cercano a él, que intercedieran ante el embajador Salazar para pedir una postura más fuerte a favor de México. El 6 de abril, un día después de la ruptura de las relaciones entre los dos países, el Departamento de Estado condenó la violación de la Convención de Viena, empató a los dos países como “socios cruciales” y pidió que resolvieran sus diferencias. Setenta y dos horas después la Casa Blanca dijo que Ecuador había ignorado sus obligaciones internacionales y condenó a su gobierno.
La rapidez con la que rectificó Estados Unidos no es gratuita. Con migración en el eje de la campaña presidencial en ese país, López Obrador tiene a Biden como rehén en el corto plazo, aunque en los temas de largo aliento, las cosas sean al revés.