Xóchitl Gálvez le estampó la etiqueta de “la Dama de Hielo” a Claudia Sheinbaum en la frente, evocando en la descripción de su frialdad y falta de corazón que resumió en la frase a Margaret Thatcher, “la Dama de Hierro”, que sin miramientos encabezó la reconversión industrial del Reino Unido a finales de los 70 que dio inicio a la segunda liberalización económica del Siglo XX, que en América Latina se definió como “neoliberalismo”. Pese a su mano dura, Thatcher no se veía de hielo. Sheinbaum sí y, en ocasiones, parece robot. La candidata presidencial del oficialismo es una mujer rígida, disciplinada, dedicada, profesional y obediente, que son virtudes y defectos en una vida pública.
Quienes no la conocían tuvieron en el debate presidencial del domingo un primer acercamiento a la verdadera Claudia Sheinbaum. La imagen de la Dulce Polly que se ha vendido al electorado de una Sheinbaum empática, sociable, que canta, baila, ríe y es buena onda, resultado de una cuidadosa e inteligente estrategia de la consultora preferida del régimen asociada con Mario Delgado, el líder de Morena, es falsa. El ruido provocado por las fallas técnicas en el debate y la actuación de la candidata opositora por debajo de las expectativas, sirvieron para esconder que en realidad no es una dama de hielo, sino que tiene una mecha muy corta, quizás más que la del presidente Andrés Manuel López Obrador, que se mide en milímetros.
Sheinbaum no es lo que se ve. Gálvez le dijo a manera de descalificación que no tenía el carisma de López Obrador, lo que quedó en la superficie y la banalidad. Pero el rey y la delfín ciertamente no son lo mismo. López Obrador, aunque terco, es pragmático. Pese a estar altamente ideologizado, aunque sin tener el equipaje de un hombre de izquierda, no es dogmático como Sheinbaum, quien sí tiene una formación de izquierda. López Obrador maltrata a sus cercanos, incluso con obscenidades y con los demás utiliza a terceros para que sean ellos quienes se desgasten. Sheinbaum explota fácilmente cuando le dicen cosas contrarias a su pensamiento y no se detiene para gritar, humillar o insultar. Muy pocos, quienes han caminado con ella por décadas desde sus tiempos universitarios, se atreven a frenar su avasallamiento.
La candidata de López Obrador, que ha sido excepcionalmente bien entrenada y ella excepcionalmente metódica, fue sacudida por Gálvez en el debate y en su parte final empezó a responder sus ataques con menciones crecientemente agresivas, hasta llegar a llamarla “mentirosa”. Sheinbaum, que como estrategia no abre espacios para que debatan con ella -¿por qué lo haría si las encuestas publicadas le dan una amplia ventaja sobre Gálvez?-, estaba dispuesta a entrar a la lucha de lodo que planteaba su rival, que la estaba descuadrando. No funcionó al final porque la candidata de la oposición no pudo terminar de arrinconarla y llevarla al terreno que estaba planteando.
Hubo momentos en que se exasperó y sacó su talante despótico. Quizás el mejor momento para ilustrarlo fue cuando Manuel López San Martín, uno de los moderadores, le dijo sobre la base de lo que habían acordado los equipos de campaña y el INE, que hablarían de grupos vulnerables, a lo que Sheinbaum le respondió que ya habían hablado “suficiente” de mujeres -lo que era falso- y procedió a promover los programas sociales del gobierno. La candidata decidió parar en seco al moderador y cambiar no sólo el orden que llevaba sino el del debate en general de una forma impositiva, saliéndose con la suya. En otro episodio cuando Gálvez la estaba atajando, Sheinbaum dijo que no respondería y que dejaría que lo hiciera Jorge Álvarez Máynez, el candidato de Movimiento Ciudadano, que confirmó en el debate el papel de esquirol que el líder del partido, Dante Delgado, acordó con López Obrador.
La manipulación de temas y personas emergió prístinamente, aunque fuera en pinceladas fugaces, pero pasaron largamente de largo en el debate ante audiencias que estaban atentas a otras cosas o cuyas expectativas y esperanzas se ubicaban en variables distintas. Es lo mismo que se ha ido dando en sus encuentros con grupos empresariales o mensajes a través de terceros a capitanes de la industria que con ella las cosas van a ser diferentes en forma y fondo a como lo han vivido en el gobierno de López Obrador.
Pero, ¿por qué sería así? Un argumento persuasivo, con una experiencia transmitida por quienes estuvieron cerca del poder, es que cuando se cruzan la banda presidencial en el pecho es juego nuevo, que es lo que muchos piensan que hará Sheinbaum en caso de ganar la elección y tome distancia de López Obrador. La debilidad del argumento es que esa reflexión parte de las vivencias de políticos cuya hechura es muy diferente a la de López Obrador, su grupo compacto y la legión de incondicionales.
Es obvio que López Obrador no es un político convencional. Se asemeja a los ayatolas de Irán, donde la política está supeditada a creencias y lineamientos dogmáticos. El movimiento lópezobradorista, como apuntan dos observadores agudos, es una grey religiosa que funciona como secta. Desde hace casi un cuarto de siglo Sheinbaum es parte de esa secta, cuya lealtad y obediencia va más allá de las pugnas internas entre sus integrantes. No está hecha con el mismo material de quien actuó contra Plutarco Elías Calles, ni quien envió a las Islas Fiji a su amigo, o el que detuvo al hermano del Presidente.
Pero como en cualquier actividad donde el factor humano es agente de cambio, puede haber alteraciones en la conducta política por necesidades coyunturales. Eso, en caso de ganar la Presidencia, no eliminará el temperamento caliente de “la Dama de Hielo”, ni su autoritarismo o dogmatismo. El debate permitió atisbar un eventual futuro de México con Sheinbaum, que continuaría el sueño de López Obrador con formas y fondo imposibles de predecir, pero con características en su personalidad que permiten conjeturar escenarios de la relación que podría tener con sus gobernados la Dulce Polly de la política mexicana.