Claudia Sheinbaum, la candidata oficialista, estuvo en el programa de televisión Tercer Grado -donde soy uno de los panelistas- el lunes por la noche y desde la primera pregunta se tensó el ambiente. No iba a ser un encuentro fácil, por las peculiaridades del personaje, que se ha empapado de las formas y mañas del presidente Andrés Manuel López Obrador a lo largo de más de dos décadas de estar junto a él, reforzadas por el entrenamiento de la consultora de cabecera de Morena, que la han convertido, aprovechando sus fortalezas de disciplina y rigor, en una máquina que busca devorar terreno sin demoras. Pero Sheinbaum, verdad de Perogrullo, no es López Obrador, elástico, flexible, maleable y astuto, sino todo lo contrario, además de intransigente.
En abono de Sheinbaum, accedió a la entrevista sin condicionar preguntas ni pedir adelanto del contenido, lo que hizo de sus respuestas un ejercicio de espontaneidad a la vez de franqueza. Por eso fue muy sorprendente desde el comienzo del programa, cuando el moderador René Delgado, en una pregunta espejo a la que formuló una semana antes a la candidata de oposición, Xóchitl Gálvez, inquirió si, en caso de perder la elección presidencial, reconocería la derrota. Hace seis años, en esa misma mesa, López Obrador dijo que sí lo haría; el lunes antepasado, Gálvez respondió lo mismo porque, señaló, era una demócrata.
Sheinbaum escuchó a Delgado sin asentir lo que cualquier demócrata haría, que respetaría los resultados de las urnas. Sin ningún gesto de duda afirmó: “Hay que ver cómo se desarrolla. Siempre hemos dicho que nosotros confiamos en el pueblo de México”. Traducción: ya que las encuestas publicadas le dan una muy amplia victoria, no aceptaría una derrota y estaría dispuesta a la movilización social para defender lo que considerara un triunfo. Igual que López Obrador lo hizo en 2006 tomando Paseo de la Reforma como un enorme campamento para el desfogue de pasiones, que ya no repitió en 2012, aunque impugnó la elección.
Fue muy desoncertante su respuesta porque la pregunta tenía la intención clara de colocarle un piso a la eventualidad de un conflicto postelectoral, cuyas raíces, explicó el periodista, se encuentran en las medidas cautelares de las que se ha hecho acreedor el Presidente por su intervención en el proceso electoral, que había iniciado una discusión en la esfera pública sobre la impugnación del proceso y, en dado caso, su nulidad. Pero haber dejado abierta la posibilidad de rechazar los resultados esclarece otras declaraciones de Sheinbaum que parecían no tener sentido, hasta encontrar su gozne el lunes por la noche.
En la charla en Tercer Grado Sheinbaum recordó que en el último debate presidencial había hecho un llamado al voto para que la diferencia entre el primero y el segundo lugar fuera muy grande, a fin de que cualquier impugnación quedara minimizada. Las impugnaciones tienen cabida en los órganos electorales cuando la diferencia entre los dos punteros sea menor a cinco puntos, que es lo mínimo que se considera podría cambiar el rumbo de la elección y quizás el resultado. Un porcentaje mayor reduciría la fuerza de una impugnación por otras razones, como la intervención presidencial en el proceso en violación de la ley, que es lo que ha hecho López Obrador.
El escenario que implícitamente planteó Sheinbaum es un margen de victoria inferior a cinco puntos, que cambiaría por completo el metabolismo del proceso y colocaría el resultado de la elección en vilo. Ahí es donde tiene cabida una denuncia extraña, que la oposición está preparando un fraude electoral. Si bien este delito lo puede cometer cualquier persona, una persona operando de manera individual no tiene el alcance ni para modificar la elección en una casilla. El fraude electoral consecuencial se realiza desde el poder, no desde la oposición porque la asimetría de recursos entre ambos es tan grande para tener éxito, que la clasificación para que los débiles pudieran imponerse a los fuertes tendría que ubicarse en un golpe de Estado.
La hipótesis de un golpe de Estado ha sido parte de la conversación de López Obrador desde febrero de 2022, cuando empezó a señalar que sus enemigos pretendían dar un “golpe blando” para impedir que “se lleve a cabo un verdadero cambio en el país”. Sus enemigos fueron creciendo, periodistas, intelectuales, medios, la Suprema Corte de Justicia, el Departamento de Estado, la DEA, la CIA, la Unión Europea, el Capitolio, la ultraderecha en el mundo, The New York Times, The Washington Post, The Wall Street Journal, Financial Times y la oligarquía internacional.
Bajo esa balandronada fue reforzando su narrativa. A lo largo de más de mil 300 mañaneras, ha mencionado al menos 170 veces “golpe de Estado”, “golpe de Estado técnico” y “golpe blando”, de acuerdo con SPIN Taller de Comunicación Política, tomando como marco teórico un libro publicado en 1993 en el epílogo de la Guerra Fría, por el finado filósofo estadounidense Gene Sharp, el experto en revoluciones no violentas más famoso del mundo, cuya obra ayudó a millones de personas en todo el mundo a liberarse sin violencia de regímenes autócratas, con 198 recetas para transitar hacia sistemas democráticos.
Parecía una estrategia política con alta dosis de paranoia, pero fue sembrando en la cabeza de los mexicanos esa idea, podría decirse, para cuando viniera a cuento. El fraude electoral que ha estado planteando Sheinbaum, acompañada de su mentor, sólo podría tener una cabida argumentada en un “golpe blando” que generara una cohesión interna entre los lópezobradoristas y el combustible para tomar la calle.
Esto, por supuesto, es un disparate, proporcional sin embargo a lo que plantean la candidata y el Presidente, salvo que como se ha mencionado en varias ocasiones en este espacio, los números de sus encuestas privadas no correspondan con los datos de los estudios publicados. Sheinbaum -como Gálvez una semana atrás-, está convencida de que va a ganar, contradiciendo sus declaraciones de los últimos días que reflejan extraños temores que la llevaron a sacar los tambores de guerra.