Los votos a mano alzada que este domingo allanaron la perpetuidad de Alejandro Moreno al frente del PRI en la Asamblea Nacional, son irrelevantes. El PRI está podrido y hace casi una década se viene desgajando a pedazos. Los gritos de traidores y cínicos con los que “Alito”, como se le conoce, con los cuales quiso acallar las críticas y desviar la atención, no podían aplicarse mejor que a él, que forma parte de la generación priista corrupta en lo moral y lo político que se entregaron al presidente Andrés Manuel López Obrador desde 2019, a espaldas de una militancia que se negaba a aceptar que un nuevo renacimiento nunca llegaría. Ayer se confirmó el enanismo del ensamble de líderes que al apropiarse de la franquicia del PRI lo están enterrando.
El partido se fue vaciando de ideología desde los 80 y de militantes en la segunda década de este siglo. Las decisiones cupulares de las reformas del presidente Enrique Peña Nieto fueron acompañadas por ambiciones personales y descuidos políticos. Peña Nieto endosó el poder en una triada, donde dos de ellos, Luis Videgaray y Miguel Ángel Osorio Chong, el primero que se volvió indispensable por su control operativo e intelectual sobre el presidente y el segundo que se volvió el eterno acompañante y fixer de parrandas semanales hasta las madrugadas, se disputaban la candidatura presidencial.
Les salieron muy bien las reformas estructurales por la complicidad política y económica de las dirigencias del PAN y el PRD en el Pacto por México, un andamiaje cupular cuyos beneficios -donde los hubo-, no fueron explicados a la militancia ni a sus electores. Las elecciones intermedias de 2015 le propiciaron el primer nocaut. Los estados petroleros del Golfo votaron contra el PRI en rechazo a la reforma energética; los estados sureños lo castigaron por la reforma educativa; y en el norte, no les perdonaron la reforma fiscal. La respuesta de Peña Nieto fue seguir en la misma frivolidad e insensibilidad de lo que pasaba en las calles.
El segundo nocaut fue en 2016, cuando perdió siete de las 12 gubernaturas en juego, incluidas las de Veracruz, Tamaulipas, Durango y Quintana Roo, donde habían mantenido el poder por casi 90 años. El tercer nocaut fue en 2018, cuando perdieron la elección presidencial, aunque al hartazgo del electorado contra todos los partidos, salvo Morena, tuvo la ayuda traicionera de Peña Nieto para contribuir a la victoria de López Obrador al sacrificar al candidato priista José Antonio Meade, quitándole apoyos y dejando que muriera solo en las urnas, para obtener la impunidad que disfruta en la actualidad.
Para entonces ya no había nocauts sino componendas ratoneras. La más importante, que es lo que metió al PRI en la etapa final de su tobogán, fue en agosto de 2019, cuando eligieron a Moreno como líder nacional del PRI, dejando en el camino a Ivonne Ortega, a quien también traicionó Peña Nieto, por quedar bien con López Obrador. Moreno, que es hechura de un viejo priista, José Murat -cuyo hijo Alejandro, gobernador de Oaxaca, patéticamente se arrimó a pedir migajas a Morena el año pasado-, fue promovido por el gobernador de Chiapas, Manuel Velasco, quien lo llevó con el Presidente a Palacio Nacional.
López Obrador vio con buenos ojos que Moreno fuera el dirigente del PRI para que lo apoyara en la agenda legislativa para sacar sus reformas. Palomeado por López Obrador, Velasco habló con Peña Nieto para decirle que López Obrador quería a Moreno en la dirigencia del partido. Con la incidencia que mantenía en el PRI desde Madrid, en donde se autoexilió por sugerencia del Presidente, traicionó a José Narro -uno más en la cuenta peñista- para que Moreno fuera ungido como líder tricolor. Moreno no fue lo funcional que esperaba López Obrador porque sin la fuerza interna para vencer la oposición priista a la reforma eléctrica que propuso, incumplió con sus compromisos. Moreno trató de compensar a López Obrador con las gubernaturas de Campeche e Hidalgo, que aunque entregó no satisfizo al presidente por haber roto los acuerdo previos y avaló su persecución política en Campeche. Sobrevivió porque no era tan importante como para descarrilar a un adversario político que, en realidad, estaba haciendo trabajo de zapa dentro del PRI.
Bajo Moreno el PRI continuó perdiendo gubernaturas, incluido el Estado de México, el histórico bastión del partido. Al mismo tiempo Morena se fue nutriendo de priistas. Sus cúpulas, casi en pleno, se mudaron principalmente a Morena y al Partido Verde, incubadora de López Obrador mediante la cual abrió espacios a los tránsfugas del PRI. Las dirigencias que se quedaron, bajo la mano dura de Moreno y su aliado estratégico Rubén Moreira, el diputado cuya esposa Carolina Viggiano es la secretaria general del partido, se apoderaron de lo que queda del partido, cargos políticos y presupuesto, lo único tangible en términos reales, en el agonizante tricolor.
El PRI, como lo conocimos, está en extinción. Al mismo tiempo, aquel PRI que fue hegemonía por casi siete décadas, se encuentra en una rápida mutación hacia Morena, que como sucedió en el nacimiento del PRD, que fue su placenta, se está fortaleciendo por priistas de todas las corrientes. Es una paradoja. Ese partido que en los 80 perdió el alma antes que militantes y votos y que se fue desvaneciendo interna y electoralmente, encontró en López Obrador, un expriista que se quedó conceptualmente estancado en un país organizado y manejado como hace más de 40 años, la puerta para su reinvención.
Por afinidades ideológicas algunas -Morena tiene la visión de izquierda que tenía el viejo PRI-, pero también porque es un atajo al poder, el partido-movimiento de López Obrador se ha ido enriqueciendo en militancia por los tránsfugas tricolores, que muy probablemente aumentarán su mudanza como consecuencia de lo sucedido en la Asamblea Nacional este domingo, donde optarán por el PRI que está vestido de Morena, que no apesta como el que encabeza la claque de “Alito”, que no se ha dado cuenta que están políticamente muertos.