Usar al aparato de procuración e impartición de justicia para amedrentar, neutralizar e incluso aplastar a los adversarios políticos es propio de gobiernos autoritarios y antidemocráticos. Pero es una práctica de lo más común en México.
Fue todo un escándalo en la década de los 90 del siglo pasado la detención y procesamiento del ex gobernador de Veracruz Dante Delgado Rannauro luego de que se peleara con el entonces presidente Ernesto Zedillo, quien ordenó echarle toda la maquinaria judicial al político que se atrevió a “salirse del huacal” y renunciar al PRI.
El encargado de operar la cacería de Dante Delgado fue quien en esa época fungía como secretario general de Gobierno de Veracruz, Miguel Ángel Yunes Linares. Y huelga decir que había pruebas de que el hoy dueño de Movimiento Ciudadano había aprovechado su posición como gobernador para beneficiar con contratos millonarios de su administración a empresas relacionadas con él y su familia.
Al final, Delgado Rannauro tuvo que ser liberado, pero no porque hubiese demostrado su inocencia, sino porque los delitos que se le imputaban ya habían prescrito. O sea, porque la intención siempre fue la de ajustar cuentas con él, no la de hacer justicia.
Dos décadas después, Miguel Ángel Yunes Linares llegó a la gubernatura de Veracruz y lanzó una descomedida persecución judicial contra todo lo que oliera a duartismo, agarrando parejo entre varios que sí se habían enriquecido y cometido todo tipo de abusos, dentro y fuera del gobierno, como con otros muchos que solo habían cometido el “pecado” de trabajar en la administración de Javier Duarte, pero que no se habían ido “al agua” como varios más que, en cambio, pagaron para no ser encarcelados. Uno de ellos, por ejemplo, el ex tesorero Vicente Benítez, a quien nunca nadie le intentó siquiera fincar alguna responsabilidad por el desfalco a las arcas del estado.
Con la llegada a Veracruz de la dizque “cuarta transformación” con Cuitláhuac García, empezaron a salir de la cárcel los duartistas. Y el nuevo gobernador, un sujeto bastante limitado y resentido, comenzó a perseguir no solo a sus “adversarios”, sino a cualquier ciudadano que protestara contra algún abuso de autoridad, o que le sirviera como chivo expiatorio para “demostrar” que su gobierno era “eficaz” para combatir a la delincuencia.
Así, se inventó el delito de “ultrajes a la autoridad” con el que encarceló a más de mil personas, inventándoles cargos de la nada. Al mismo tiempo y con particular saña, se les fue encima a políticos opositores a los que también les inventó delitos para encarcelarlos y evitar que ocuparan cargos. Los casos más emblemáticos fueron los del panista Tito Delfín para impedirle ser dirigente estatal de Acción Nacional, y especialmente el perredista Rogelio Franco, quien no pudo asumir una diputación federal por ese motivo y hoy sigue bajo proceso, aunque le ha ganado una a una todas las imputaciones a la Fiscalía General del Estado.
Antes de irse del cargo, García Jiménez y su fiscal enderezaron otra persecución, ésta contra los hijos de Miguel Ángel Yunes Linares y seguramente en breve contra él mismo, para evitar que accedan a los cargos de elección popular por los que contendieron: Miguel Ángel Yunes Márquez por una senaduría y su hermano Fernando por una diputación local.
Aunque las autoridades arguyan que hay elementos para proceder contra los Yunes –que podría haberlos-, es demasiado evidente que lo político está por encima de lo jurídico, pues tardaron tres años en imputarles los presuntos delitos de los que los acusan. Solo hasta que buscaron cargos legislativos procedieron en su contra.
Para los Yunes, se podría decir que los alcanzó la conocida máxima “los verdugos de hoy serán las reses del mañana”. Pero más allá de eso, es una muestra de cómo los políticos manipulan el sistema de justicia para cualquier cosa, menos para buscar justicia.
Por cierto, al “verdugo” Cuitláhuac también lo puede alcanzar, en breve, esa misma frase.
Asueto
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