La Revolución francesa de 1879 y el encumbramiento de Napoleón Bonaparte introdujeron reformas trascendentales e irreversibles en el contexto francés, de monarquía absoluta pasó al régimen de monarquía constitucional, a la caída de Napoleón los países de la Coalición vencedora (Gran Bretaña, Austria y Rusia) decidieron poner al frente del gobierno francés en 1814 a Luis XVIII, hermano del decapitado Luis XVI; en 1824 lo sucedió su hermano, el conde de Artois, quien adoptó el título de Carlos X y gobernó hasta 1830 cuando lo sucedió el rey Luis Felipe I. A ese periodo histórico de 1814 a 1830 en Francia se le conoce como la Restauración borbónica, consistió en una monarquía constitucional porque se mantuvieron las reformas introducidas por el periodo revolucionario y por supuesto la vigencia del Código napoleónico. Las manecillas del reloj de la historia no giraron en sentido contrario sino de acuerdo con las nuevas circunstancias posrevolucionarias y posnapoleónicas. Fue largo el periodo de inestabilidad en Francia, porque más tarde, del 23 al 26 de febrero de 1848, una revuelta obligó al rey Luis Felipe I de Francia a abdicar y dio paso a la Segunda República Francesa. Es la muestra que cuando en el seno social prevalecen profundos desajustes estos obligan a atenderlos por la vía de la política, en ocasiones con procedimientos ni muy pacíficos ni muy del agrado de todos. ¿Estará sucediendo ese fenómeno en México?
Los movimientos legislativos del presidente López Obrador mantienen en vilo al país debido a sus conexas repercusiones institucionales y a la muy posible crisis económica derivada de su aplicación. Impera el prurito del presidente porque según su pensamiento los órganos autónomos no garantizan lo que se proponen y el Poder Judicial, dice, está corrompido; pero detrás de ese menjurje autoritario prevalece su idea de derribar el régimen existente para instaurar uno que se acomode a los vestigios del régimen que funcionó durante el siglo pasado, uno con un presidente con poder absoluto y dos poderes, el Legislativo y el Judicial sometidos al arbitrio de quien titule el Poder Ejecutivo. Ese era un régimen que funcionó en su tiempo y circunstancias, ya paulatinamente superado a través de la creación de órganos autónomos para la defensa social, nada perfecto, pero ha ido evolucionando sobre rieles perfeccionistas. Presuntamente, en esa actividad de demolición se incuba la idea de resolver demandas sociales esquivadas por el “viejo régimen”, esa etapa que AMLO califica como del “neoliberalismo”. No es posible ignorar que en nuestro país existen profundas desigualdades sociales, mucha pobreza, escasa capilaridad social y una clase política usufructuaria del poder con voraz tendencia hacia los privilegios personales y de grupo, pero es asunto cultural por lo visto, porque la clase política mexicana proveniente de los tres partidos que han gobernado el país ha demostrado padecer análogos síntomas de patrimonialismo en el ejercicio del poder. Se observan matices, por supuesto, aunque aún no sabemos si se deben a la pertenencia a un partido político determinado o se motivan por el tiempo de permanencia en el ejercicio del poder. El PRI gobernó ininterrumpidamente durante 60 años (de 1946 al 2000) y luego otro periodo de seis años, de 2012 a 2018. El PAN gobernó consecutivamente doce años, de 2000 a 2012. Ahora, MORENA lleva seis años en el poder, y pese a ese corto lapso no ha estado exento de los síntomas de la corrupción, lo cual no genera optimismo visto en la perspectiva de que estará, por lo menos, otros seis años en el ejercicio del poder. En suma, ese ánimo restaurador de AMLO conlleva implícitas muchas dudas, aunque inspira esperanza desde el ángulo de políticas sociales para el bienestar, pero contrasta fuertemente por su ánimo polarizador, cuestión de estilo se dirá. Si así fuere, a partir de octubre otra persona ejercerá el poder ejecutivo de este país, Claudia Sheinbaum ha insistido en que gobernará para todos, ya falta poco para comprobarlo.