sábado, septiembre 28, 2024

AMLO se va: amado por unos y odiado por otros

Serpientes y Escaleras

La historia del presidencialismo mexicano está llena de personajes que, en sus días de poder y gloria fueron amados, venerados o sólo adulados por los mexicanos; pero apenas se quitaron la banda presidencial y volvieron a su vida cotidiana, terminaron convertidos en villanos, ya sea por sus sucesores, por venganzas políticas o porque en la idiosincrasia de los mexicanos se practica por igual la adoración y el culto al gran Tlatoani mientras ocupa el cargo, que el desprecio, el vilipendio y el escarnio para los que ya dejaron el poder.

Los ejemplos sobran y abarcan apellidos como López de Santa Anna, Iturbide, Porfirio Díaz, Carranza, Calles, Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, Salinas, Fox, Calderón o Peña Nieto. A cada uno de ellos, en su momento, los grupos de poder y muchos sectores sociales los alabaron con elogios como «salvadores de la Patria», «impulsores del progreso», «benefactores y prohombres», «líderes del tercer mundo», «cultos y deportistas», «modernizadores de México», «agentes del cambio», «valientes contra el narco», «nuevos rostros de la política» y demás adulaciones con las que, mientras estuvieron en la silla, les endulzaban el ego y las vanidades.

A muchos de esos presidentes les sucedió que, los mismos que los elogiaban y se deshacían en adjetivos y calificativos cuando tenían el poder, después se convirtieron en sus peores críticos, detractores y hasta persecutores. Y en la lógica de los ciclos presidenciales, en la que se ha movido la historia de este país, la mayoría de los expresidentes terminaron no sólo alejados, exiliados o confrontados por sus sucesores -a los que ellos mismos eligieron- sino también fueron presas del escarnio público con campañas, a veces inducidas y otras ganadas a pulso, en la que la vox populi, que se volvió vox dei, terminó apestándolos a ellos, a sus familias y amigos empresarios y políticos.

Hoy que le restan apenas siete días al gobierno de Andrés Manuel López Obrador, ese mismo fenómeno de cada fin de sexenio empieza a revelarse.

En el país que dejará el tabasqueño, con un ánimo social y un ambiente político polarizados, enconados y enrarecidos, las expresiones de los mexicanos se dividen entre los que lo aman y lo idolatran a tal grado que no quieren que se vaya o que lo califican, a voz de cuello y sin mayores elementos que su lealtad, agradecimiento o fanatismo, como «el mejor presidente que ha tenido México» o «el gran líder social que transformó al país»; mientras en el opuesto están los que lo odian, lo aborrecen o se dicen fuertemente decepcionados y que, algunos con el mismo nivel de intolerancia, fanatismo o impotencia, no dudan en endilgarle desde ya calificativos de «el peor presidente de la historia» o «el destructor de las instituciones».

Los que lo alaban y lo adulan a tal grado de incluirlo ya en las arengas patrias como si fuera ya un prócer histórico, dicen ser la mayoría y, reivindican, con la soberbia de los ganadores, sus 36 millones de votos y las posiciones de poder que estas les permitieron en las pasadas elecciones; los que lo atacan y lo desprecian desde el coraje y la impotencia de los perdedores, afirman que la mayoría de votos no representa necesariamente la mayoría de la población y sostienen, también sin muchos elementos fehacientes, ser mucho más los que rechazan su gobierno.

Y en su salida apoteósica y delirante del poder, donde pretendió dejarlo todo resuelto y calculado, López Obrador está logrando, sin duda, amarrar las posiciones de poder con sus polémicas reformas que le darán el control político de los tres poderes y una Presidencia sin contrapesos ciudadanos a su sucesora y a su movimiento político, al que pretende convertir, aprovechando la democracia y acomodándola a sus intereses, en la nueva versión del régimen de Partido Hegemónico en pleno siglo XXI mexicano.

Quizás como ningún otro presidente en la historia, Andrés Manuel se atrevió a tanto en aras de lograr un poder y una influencia transexenal. En la historia constitucional de la República solamente Antonio López de Santa Anna se había atrevido a constitucionalizar su régimen autocrático en Las Siete Leyes y las Bases Orgánicas hasta que la revolución de Ayutla se lo destruyó; ni Porfirio Díaz se atrevió a modificar la Constitución de 1857 para insertar su dictadura y ni siquiera Carlos Salinas pudo concretar su plan de poder transexenal de 18 años, a pesar de sus numerosas y trascendentes reformas constitucionales.

Con sus reformas, AMLO está constitucionalizando su régimen centralista de partido hegemónico y eso ha atizado y exacerbado la división y la confrontación que siempre promovió con su discurso agresivo e intolerante desde las mañaneras. Por eso en este tenso, incierto y enrarecido fin de sexenio empiezan a emerger por toda la República, al mismo tiempo que los adioses amorosos de sus simpatizantes y seguidores, las expresiones de odio y repudio de sus críticos y detractores. Primero el fin de semana en Veracruz y ayer en Matamoros, el Presidente fue recibido con gritos de «dictador, dictador» por parte de grupos de trabajadores del Poder Judicial que lo han empezado a perseguir en sus últimos eventos.

El ánimo social está encendido y polarizado entre el amor y el odio al ya casi expresidente. Y como él mismo se encargó de regresar a México a los años 30, también es él con sus acciones, nombramientos y reformas transexenales el que provoca que se empiece a repetir e invocar aquel dicho que resonaba fuerte en la vox populi de aquellos años del Siglo 20: «Allá vive la presidenta, pero el que gobierna está en Palenque”… Los dados mandaron Escalera Doble en busca de una subida, aunque amenazan las serpientes con sus caídas.

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