Durante buena porción del siglo XX el sistema político mexicano sobrevivió en base a una democracia disfrazada porque realmente el presidente de la república era el factótum político por excelencia y el PRI el gozne sobre el cual giraba la secuencia pacífica de los cambios de gobierno, costó mucho esfuerzo y frustraciones desvanecer ese contexto político gracias a la lucha de izquierdas y derechas por conseguir para nuestro país mejores condiciones para la convivencia política. Los frutos maduraron en la década finisecular rica en tangibles avances hacia transiciones con alternancia justo al amanecer de este siglo. Previamente se crearon instituciones cuya misión fundamental consistió en controlar y poner límites al poder absoluto del que gozaba el presidente de la república, la fórmula mágica se sostuvo en la ecuación cuyo principal postulado fue el de fortalecer la división de Poderes introduciendo en el Poder Legislativo sustantiva dosis de pluralidad y fortaleciendo la autonomía del Poder Judicial. Así llegamos al siglo XXI inaugurando en México la era de las alternancias en el Poder Ejecutivo Federal logrando que el PAN gobernara por 12 años, que el PRI intentara infructuosamente una restauración y que el PRD renacido en MORENA alcanzara la presidencia de la república con un actor político avezado en procesos electorales: López Obrador. Pero este hombre accedió al poder no para gobernar sino para vengarse; no para impulsar la democracia en México prosiguiendo el impulso que llevaba y gracias al cual llegó al poder, sino para concretar una revancha nacida de la amargura; no para gobernar, sino para destruir cortando el avance democrático alcanzado tras muchos años de lucha.
Llega López Obrador a la presidencia de la república y presume de llevar a México a la escala de una democracia participativa cuando eleva a rango constitucional la consulta popular y la revocación de mandato. Pero solo fueron fuegos fatuos enarbolados para entretener a su clientela porque si tuviera genuina convicción democrática hubiera sometido a consulta popular una reforma constitucional de gran calado como lo es una nueva configuración del Poder Judicial, que lo reduce a un coto más del poder presidencial, en vez de diseñarlo para alcanzar mejor calidad en materia de justicia. Se argumentará que en una consulta popular la ciudadanía no acudiría masivamente a las urnas y que de todas formas con las artimañas oficialistas el resultado habría sido favorable a la voluntad presidencial, pudiera ser, sin duda, pero ¿no hubiera sido preferible una consulta popular en vez del imperativo mandato presidencial del 5 de febrero? Al menos el ejercicio serviría de experiencia para la propia ciudadanía. ¿Por qué procedió así la actual presidenta de la república? Porque Claudia Sheinbaum navega en mar proceloso, está acotada por no tener firme control sobre el Congreso y porque aún no termina de instalarse en la grave responsabilidad asumida el 1 de octubre pasado. Las consecuencias de esa turbulenta y nociva reforma condimentada con la violencia imperante en gran parte del territorio nacional ejercen sobre la flamante presidenta una presión semejante, con los matices correspondientes, a cuando de la Madrid y Ernesto Zedillo en medio de una gran crisis económica asumieron sus respectivas funciones de presidentes de la república. Ellos superaron el escollo, ya veremos cómo lo hará Claudia Sheinbaum