Con la muerte de Gabriel García Márquez se cerró un ciclo importante para la literatura en Latinoamérica. García Márquez, desde los años ochenta, representaba en todo el mundo a la literatura latinoamericana. Para 1967, año de la publicación de Cien años de soledad, la novela que catapultó a su autor a ámbitos universales, no tenía mucho que se había publicado Rayuela de Julio Cortázar (1963), la novela que rompe con la tradición de los tópicos de la novela latinoamericana, es decir, la naturaleza contra el hombre, la selva devoradora (La vorágine), el dictador (El señor Presidente, Doña Bárbara), la anarquía de esos gobiernos absurdos que lideran naciones sumidas en la miseria y que sirvieron de pretexto para «lo real maravilloso» (El reino de este mundo).
García Márquez bien pudiera haber optado por la novela experimental, a la manera de Cortázar, pero se decidió por recuperar toda la tradición de la novela hispanoamericana planteada desde un punto de vista mágico y al mismo tiempo realista. El Gabo no se dejó seducir por la experimentación, antes bien con Cien años de soledad rescató todos esos tópicos que fenecían. En la novela de García Márquez está la selva, el dictador, la anarquía, el mito de la muerte y la expiación. Sin embargo, en Cien años de soledad también está la experimentación.
Desde el párrafo fundacional de la novela se nos da un antecedente de la magnificencia de ésta: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. El tiempo en una prolepsis que termina en analepsis, la muerte como una epifanía que retrocede hacia la infancia, pero sobre todo la recuperación del asombro en una sociedad que estaba por llegar a la luna y que tenía las comunicaciones por satélite al alcance de la mano.
La visión del narrador, del autor, del mismo lector es la que emplea un niño para descubrir el mundo, sólo que dentro del contexto de la adultez. Para amplificar el efecto del asombro el autor se vale de la exageración y del prodigio. El prodigio es esencial en la novela, pero su importancia radica en la actitud que asumen los contempladores de dicho prodigio. Se asombran por el descubrimiento del hielo y por el de la piedra imán, pero no les causa asombro saber de las alfombras voladoras, las mariposas persiguiendo a un enamorado o la ascensión al cielo de la más bella de las mujeres de Macondo. Y es que García Márquez impide que sus prodigios lleguen a ser fantásticos al tratar esos prodigios como cosas comunes y corrientes, como fenómenos que tienen explicación; ahí está la clave del realismo mágico.
Una gran deuda tiene el autor con los clásicos, particularmente con la Biblia. En Cien años de soledad podemos encontrar el pecado original, el paraíso perdido, el éxodo y por qué no, hasta las 12 tribus de Israel con todo y sus genealogías. Pero en la novela también está Cervantes, Kafka, Faulkner, Rulfo y Borges. Como ejemplo de esto último, el tiempo para los últimos descendientes de los Buendía se reúne como un Aleph borgeano, todo en un mismo sitio.
La novela tiene un final tan moderno que conforme vamos avanzando hacia la última página, también vamos arrastrando a la nada, al viento que va desolando a Macondo. Sólo entonces nos enteramos de que la novela es una saga familiar, un relato que muchos años atrás, más de cien, ya el gitano Melquíades había leído en unos pergaminos escritos en sánscrito. Así se cumplen los cien años de soledad, donde los últimos de la estirpe de los Buendía se dan cuenta, como alguna vez se dio cuenta don Quijote, que ellos sólo son nombres en unas páginas que traficaba un gitano y que su epopeya ya estaba escrita desde tiempos inmemoriales. Pero sobre todo se dieron cuenta de que «las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad en la tierra».
Armando Ortiz Twitter: @aortiz52 @lbajopalabra