«La educación es una de las capacidades centrales que permite a las personas vivir la vida que valoran.»
– Amartya Sen, Premio Nobel de Economía
En el marco de los festejos del día del maestro en México, fue inevitable no pensar en nuestra actividad en el marco de los entornos digitales.
Hace más de once años comencé una de las travesías más significativas de mi vida profesional, la docencia universitaria. Lo que inició como un compromiso de desarrollo laboral, se volcó hacia la enseñanza y la formación de nuevas generaciones, y también se ha convertido en una fuente permanente de satisfacción personal y colectiva.
Ser profesor universitario no solo es impartir conocimientos, sino abrir ventanas, encender inquietudes y sembrar dudas fértiles.
En lo personal, la docencia me ha permitido mantenerme cercano a la dimensión más humana de nuestra profesión. Cada grupo, cada aula y cada estudiante representan un microcosmos de historias, anhelos y talentos, todo un ser en potencia de creación y desarrollo social.
En ese intercambio cotidiano de ideas, uno también aprende, se reconfigura, se confronta. He encontrado en la enseñanza un espacio de crecimiento continuo, donde el vínculo con los estudiantes se transforma muchas veces en amistad, en colaboración futura, en una red de afectos y lealtades.
Lo colectivo, sin embargo, es lo que más me conmueve, ver a exalumnos asumir responsabilidades en el servicio público, liderar proyectos desde el sector privado, destacarse en el ámbito académico o social.
Saber que, en algún punto del camino, fuimos parte de su formación, que quizás una clase o una conversación dejó huella, es un privilegio difícil de describir, es el mejor emolumento para la satisfacción del día a día en el cuerpo del deber cumplido.
Además, he tenido la dicha de regresar como profesor a mis propias casas de estudio, la Facultad de Economía de la Universidad Veracruzana y el Colegio de Veracruz. Volver a los espacios donde uno fue alumno, ahora para compartir conocimiento y experiencia, es una especie de reconciliación con la memoria, un homenaje silencioso a quienes nos formaron.
A ello se suma la experiencia de haber impartido clases en el extranjero, que me ha permitido dialogar con realidades distintas y confirmar que el conocimiento no tiene fronteras.
Sin embargo, en este camino, la transformación digital ha sido un parteaguas. Hoy, los académicos vivimos una era de transición en la que la virtualidad, la inteligencia artificial y los entornos colaborativos digitales han modificado no solo la forma en que enseñamos, sino también cómo pensamos, investigamos y nos vinculamos.
Ser docente en la era digital implica estar en aprendizaje permanente, adaptarse sin renunciar al pensamiento crítico, utilizar la tecnología como medio y no como fin.
Poder combinar esta vocación con mi labor en el sector público y privado ha sido una experiencia fabulosa. Lejos de ser actividades excluyentes, se complementan. El aula se nutre de la experiencia práctica, y el ejercicio profesional se enriquece con la reflexión académica.
Este equilibrio entre pensar y hacer ha sido una de las claves de mi desarrollo, y deseo que cada vez más colegas puedan vivirlo.
En estos más de once años, he confirmado que la educación superior sigue siendo una trinchera fundamental para el futuro. Y aunque las formas cambien, el fondo permanece, formar personas íntegras, con pensamiento propio, capaces de transformar su realidad a favor del pueblo.
A veces mi comportamiento es hermético, sin embargo, entiendo que la docencia no termina en el aula, florece en el país que construyen nuestros exalumnos. Y en esta era de cambios vertiginosos, más que nunca, el compromiso del académico debe ser sembrar certezas y provocar preguntas, para presentar respuestas a las grandes de brechas de desigualdad, que se presentan en orbe.