La preocupación sobre la situación económica tiene que encauzarse por una perspectiva más compleja en torno al desarrollo del país. No es fácil, sobre todo si se toma en cuenta el tiempo que ha pasado y los muchos días y años invertidos en el cambio cultural preconizado por el discurso neoliberal. Sin ese cambio, dice la doctrina, poco pueden hacer el mercado y el Estado, cuyos vectores principales han sido puestos a la orden del dictado liberista.
No parece fácil crear las condiciones necesarias para acompasar cambio económico y cambio cultural. Más bien se antoja misión imposible y es por ello, entre otras razones, que la superación de la ecuación neoliberal parece utopía trasnochada, cuando no regresiva.
Estamos en esas y, sin embargo, la cuestión de los valores y su cambio no puede soslayarse. Es urgente que se aborde porque de no hacerlo la eficacia de las políticas para la salud y la economía se verá, en el mejor de los casos, mermada.
No será sencillo modular el fardo que ha adquirido en México el individualismo, como también alguna versión vernácula de la meritocracia. Sin que haya pasado por debate político alguno, la cuestión de la desigualdad, que Oxfam nos pone otra vez enfrente, ha quedado relegada en algún lugar más que secundario en la agenda nacional. El hecho, más que duro, es que la pobreza laboral ha aumentado y que en su gran mayoría la recuperación laboral se ha concentrado en las categorías salariales más bajas. Esto, dejado a su libre transcurrir como ocurre, reproduce la desigualdad y la pobreza por ingresos, sin que se vea en el horizonte plataforma institucional alguna que pudiera compensarlo.
En medio de las varias y agudas expresiones de la desigualdad, habría que reconocer que hoy, igual que ayer se decía de la pobreza, “no es noticia”. Nuestras profundas diferencias y desigualdades no parecen inmutar al gran público cuando estudios y revelaciones como la de Oxfam o el Colegio de México, el Centro Espinosa Yglesias o la UNAM con su Programa de Estudios del Desarrollo, prenden focos de atención, y señalan con claridad que las fuentes de la desigualdad nunca han sido ni son “naturales”; tampoco propias de la máquina económica capitalista, sino frutos envenenados de posiciones políticas fuertemente arraigadas en nuestros centros de deliberación política y ejercicio del poder.
Pero ante esto, no hay alarma en los corredores del poder en Palacio ni consternación en los salones, curules y escaños del Congreso de la Unión. Tampoco en los ramos de Trabajo y Previsión Social ni en la Secretaria de Hacienda que, otra vez, se ha vuelto a convertir, en triste homenaje a don José Alvarado, en “misterioso caso”. Todo es silencio o complacencia que los próceres quieren hacer pasar por prudencia.
El mundo del trabajo se desdibujó ante nuestros ojos y entendimientos y el sindicalismo se transmutó, en su mayor parte, en negocios de bribones, gracias a quienes se instauró la desigualdad entre salarios y utilidades, derivada de las emergencias de los años ochenta, pero también de complicidades y omisiones del Estado y los sindicaleros.
Como lo mostrara hace unos años Gerardo Esquivel, la injusta repartición de los frutos del crecimiento económico fue replicada en la nueva industria propiciada por el TLCAN y, en general, por la apertura comercial y financiera. Así, las ganancias extraordinarias de la productividad, propias del avance técnico de esas industrias, se quedaron en las arcas de las empresas sin justificación alguna. Ni la eficiencia productiva ni la conformación del mercado explican esta forma inicua de desigualdad distributiva y, si se quiere impulsar una política laboral inspirada por propósitos justicieros, hay que asumirlo ya. Un poco de lucha de clases no le caería mal a esa empresa mal acostumbrada por el comportamiento de la autoridad y las organizaciones de clase.
Por lo que toca a la de nuevo misteriosa secretaría de Limantour, no hay que hurgar demasiado en sus comederos. La concentración marca todas las pautas del diseño y aplicación de la política fiscal y es claro, por otro lado, que los esfuerzos del SAT no son suficientes para superar la trampa fiscal en que el país y su Estado se metieron allá por los dolorosos años ochenta. La penuria fiscal del Estado no sólo es un fardo para cualquier proyecto de desarrollo, sino una anomalía histórica y una vergüenza política.
Hay que insistir en que, con esta desigualdad, de nuevo documentada por Oxfam y el Coneval, no hay avance. Sin redistribución no hay desarrollo, pero después de estos dos años cruentos y dolorosos tampoco armonía y cooperación social. El encono y el reclamo tomarán la plaza. Sin duda, toda una tarea para la democracia…Si es que sus personeros se dan por aludidos y toman nota…Por fin.
NB. Felicitaciones entusiastas al INEGI y su presidente Julio Santaella por el Censo 2020, auténtica proeza de todos ellos.