Mi abuelo materno se llamaba Honesto y hacía honor a su nombre, en sus acciones y en sus dichos.
Bueno, no hago gran gracia al hablar bien de mi abuelo porque eso prácticamente lo puede hacer cualquiera (con la sola excepción, tal vez, de Salomón y Levi).
Pero además don Honesto (que en el acta de nacimiento aparecía sin «h»: Onesto) era un hombre dado a los refranes (Al mal torero, hasta los cuernos le molestan) y a los poemas de Salvador Díaz Mirón («–¡Basta! Arrodíllate luego. La disciplina es un yugo… Yo no soy más que el verdugo. ¡Preparen, apunten, fuego!»).
Parecía que para cada ocasión de la vida tenía un refrán a modo o un poema del autor de «A Gloria».
(¡Deja que me persigan los abyectos!
¡Quiero atraer la envidia aunque me abrume!
La flor en que se posan los insectos
es rica de matiz y de perfume.)
Pero también tenía en su faltriquera frases sabias: «Si vas a hacer algún mal, cuando menos hazlo bien».
Fue ganadero y se honraba por eso, y dicen que el mejor vaquero de su época. Nadie como él se atrevía a tumbar toros con la reata a mano limpia.
Hace 40 años, don Honesto se nos murió a los 86 años en plena vida.
Un tétanos que agarró cuando se enterró un clavo al bajar de su caballo, se lo llevó tempranamente, porque su cuerpo estaba hecho para durar más de los 103 años que vivió don Pablito Lavalle Guiochin, su amigo, colega y contemporáneo.
Le tocó vivir prácticamente todo el siglo XX y padeció las angustias y las injusticias de la Revolución, supo de las dos guerras mundiales y se indignó ante las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaky.
Desde su sapiencia de agricultor y caballero conocía las respuestas de todas las preguntas, o cuando menos así nos parecía a sus ahijados-nietos Arturo y yo.
No sé por qué me estuve acordando de él en estos días, pero me trajo tan buenos recuerdos este hombre bueno y fuerte que quise compartir un pedazo de su vida.
«El que a buen árbol se arrima»…