La torpe y lerda reacción que tuvieron los dos gobiernos de Morena ante el espeluznante video que retrata la masacre de Texcapilla en el municipio de Texcaltitlán, Estado de México, es una prueba clara de que los únicos responsables de que los campesinos de ese municipio se hayan decidido a armarse y a afilar sus hoces y machetes para enfrentar al crimen organizado, aun a costa de arriesgar su vida, para defenderse del sometimiento y extorsión de la Familia Michoacana, son los gobiernos de los tres niveles que, renunciando a su obligación primordial de garantizar la seguridad y tranquilidad de los ciudadanos, han provocado que estos terminen decidiendo rebelarse y armarse para autodefenderse, ante la incompetencia, negligencia o complicidad de las autoridades federales, estatales o municipales con el narcotráfico.
Porque mientras la gobernadora Delfina Gómez —que con más de dos meses en el cargo brilla por su ausencia, mientras en el sur del estado avanza inclemente y violenta la Familia Michoacana— se tardó un día entero para reaccionar y lamentar la masacre y tres días para hacerse presente en el pueblo donde ocurrió esa rebelión de campesinos armados con hoces y machetes que se enfrentaron a los sicarios del narcotráfico, el presidente López Obrador ayer en su mañanera, cuando habían pasado ya casi 72 horas de que ocurrió esa masacre, no supo más que decir generalidades y lugares comunes, porque aunque seguro tenía toda la información desde el fin de semana, decidió que mañana se dará a conocer «la investigación» de su gabinete de seguridad sobre lo que todo mundo vio y conoció desde el viernes en video y a través de las redes sociales.
Con todo y eso, habrá que reconocerle a la maestra Delfina que al menos tuvo el valor de pararse en el lugar de la tragedia, aunque fuera tres días después, aun a riesgo de que la maltrataran o le reclamaran los habitantes de ese lugar, en su mayoría hombres y mujeres campesinos y pobres, que claramente demostraron estar hartos de la humillación, abuso y sometimiento del crimen organizado que, gracias a la estrategia de «abrazos, no balazos» de este gobierno de López Obrador, actúan con tanta impunidad que no sólo asesinan y someten a las poblaciones mexicanas a fuerza de balazos, sino que se sienten los dueños y señores de toda actividad social o económica que genere recursos, desde la agricultura, hasta el comercio, la producción y cualquier tipo de negocio —con el colmo de que hasta le cobran a la gente por construir o remodelar su casa y lo obligan a comprarles a ellos los materiales de construcción— y se dedican a extorsionar y amedrentar a los mexicanos.
Porque a diferencia de Delfina, el soberbio de AMLO nunca quiso pararse en Acapulco y encarar a las víctimas de la tragedia, bajo el argumento de que no iba a permitir que le «faltaran al respeto» y le «mentaran la madre». ¿Y qué si algún ciudadano indignado y enojado con razón porque sienta que el gobierno lo abandonó ante la fuerza de la naturaleza, que le arrebató todo lo que tenía u otro ciudadano harto de ser víctima y de agacharse ante el crimen organizado y pagarles para que los dejen trabajar, deciden explotar y reclamarle a la autoridad o a sus gobernantes que no les den seguridad ni los ayuden ante el gobierno de amenazas y fuego que les impone el narcotráfico? ¿No tendrían ese derecho de expresarse y reclamarle al gobernante que falle en su función más primordial y lo deje a su suerte ante los criminales crueles y sanguinarios?
En el fondo la torpeza del Presidente, al decir que necesita cuatro días para saber qué fue lo que sucedió en Texcaltilán -cuando el país entero se horrorizó desde el viernes por la tarde con la crudeza, crueldad e inmediatez de las redes sociales- significa que este caso que será paradigmático y que ni siquiera ilustra un fenómeno nuevo, sino algo que ya ha pasado a lo largo de la historia reciente de este país, que es la rebelión del pueblo cansado de la opresión y miedo en que lo tiene el crimen organizado, mientras el gobierno de los tres niveles, ya sea por negligencia, temor o mera incapacidad, voltea para otro lado y deja actuar a sus anchas a los narcotraficantes, representa un aviso de lo que puede venir en el México violentado y amedrentado por el crimen organizado.
Eso es lo más doloroso y grave de este caso: que representa un retroceso al fenómeno de las autodefensas, que después de haber sido primero estigmatizadas, luego perseguidas y después asimiladas y negociadas por el gobierno de Enrique Peña Nieto. Con la diferencia de que con Peña se armaron con armas de fuego y estrategias paramilitares productores agrícolas y población de la región de Michoacán que al menos tenían los recursos para comprar armas en el mercado negro y organizarse para la lucha paramilitar contra el narco; mientras que en el gobierno de López Obrador los que se armaron fueron los campesinos más pobres del Estado de México, los mismos a los que el presidente llama demagógicamente «el pueblo bueno» y que hartos de la violencia y la extorsión del narco, y al ver que no hay gobierno que los defienda, decidieron afilar sus maches y su hoces y enfrentar al enemigo identificado como los violentos, crueles y sádicos sicarios del narcotráfico.
Los dados repiten Escalera. Continúa bien la semana.