Tenía yo justo ocho años cuando murió, en Ciudad de México, me parece que en el Hospital Central Militar. No era tan mayor, 78 años, pero su vida no fue ni fácil ni cómoda. Y para aquellos tiempos, tampoco es que la expectativa de vida fuese alta.
Con mucha frecuencia, las tardes de domingo mis papás estaban en su casa de la calle diez, en Córdoba, para jugar cartas, pero no con él, sino con su sobrina -prácticamente su hija— la maestra Enriqueta Sosa Nieto; cuando el juego no era canasta uruguaya sino “pula”, también participaba en la mesa otra entrañable profesora, Felicitas Orozco Martínez; ambas especialmente cercanas para mí, ambas cariñosas y más que deferentes, al fin educadoras con vocación para apapachar a chamacos entrometidos y latosos como era mi caso.
Enriqueta siempre me tocaba el piano, Felicitas tenía una habilidad extraordinaria para hacer cualquier miniatura de papel, aunque aquí ni se sabía ni se conocía de las técnicas del origami, además de que se pasaba horas enteras charlando conmigo, lo tengo más que presente.
Es cierto que estas líneas son para el general, pero ambas están indisolublemente ligadas a esta historia, como después la señora Isaura, Chagua le decía mi mamá, y toda su prole. Muchos de esos domingos me tocaron a mí.
Tres cosas recuerdo del General Portas: un bigote monumental que cuidaba con gran esmero y pulcritud, una gorra tejida como de mimbre pequeñito, que jamás se quitaba, y lo más importante: apenas me veía, me llamaba, me llevaba a una estancia que hacía las veces de su oficina, tomaba su llavero, colgado del cinto por una cadena, abría una puerta de su clóset y sacaba una caja de chocolates de los que me permitía sacar los que yo quisiera («agarra más, más…»). Para mí era normal, pero a muchos admiraba esas muestras de cariño que don Antonio me dispensaba.
Recuerdo los comentarios en mi casa, respecto de la solemnidad de su sepelio y el gentío que le acompañó. Pero fue muchos años después, muchos, que logré entender la importancia del General en el proceso revolucionario de México y, sobre todo, su invariable lealtad a Venustiano Carranza, a pesar de las adversidades del constitucionalismo.
Antonio Portas nació en San Juan de la Punta (justo donde termina la Sierra Madre Oriental), hoy Cuitláhuac, apenas a 31 kilómetros de Córdoba.
Fue a Orizaba a estudiar la primaria; según unas fuentes, hasta el 4° año, según otras, completó el 5°. Pero en 1910, para apoyar a su madre, abrió una tienda de abarrotes. Pero en enero de 1911, antes de cumplir 18 años, ya se había sumado a las tropas revolucionarias. Su primer hecho de armas se documentó en Tlalixcoyan, después en La Concha, cerca de Xalapa. Allí empezó el periplo que lo llevó a recorrer el país entero, sumado al proyecto del Varón de Cuatro Ciénagas. Tlalpan, Zacatecas, Torreón… muchos trechos y muchas balas…
Fue signatario del PLAN DE GUADALUPE, que desconocía la dictadura de Victoriano Huerta, alias “La Cucaracha” y asesino de Madero y Pino Suárez. Para 1914, ya era General Brigadier. Él recupero para las fuerzas revolucionarias San Andrés Tuxtla y luego protagonizó la toma de Puerto México, hoy Coatzacoalcos.
Tuvo misiones de guerra en Córdoba, distintos sitios de Oaxaca y en varios momentos estuvo a cargo de la seguridad en vastas regiones del sureste de México. El general Portas sofocó la rebelión de Jesús M. Aguirre, uno de sus hechos de armas más reconocidos. Dicen las enciclopedias que es mucho más famoso y respetado en Coahuila, pues fueron allí sus mayores y mejores lances militares.
En 1968 causó baja del servicio activo del Ejército Mexicano, como General de División, luego de distintas responsabilidades electivas y administrativas en diferentes sitios de Puebla, Oaxaca y Veracruz.

En mi familia se recordaba que no en una, sino en dos ocasiones, las fuerzas del General Portas “expropiaron por necesidades del servicio” los caballos en los que se desplazaba mi abuelo, Salomón Dib Dibi (que eran muy difíciles de conseguir y carísimos de reponerse), para vender mercaderías en abonos, en numerosas comunidades rurales.
Me cuentan que mi abuelo, lo tomaba con gracia y se decía “contento de haber contribuido a la Revolución”. Prueba de ello fue la grata y prolongada convivencia que las familias tuvieron y de la que fui beneficiario en mi infancia.
Portas Domínguez vivía de su pensión. Tuvo un patrimonio modesto y no se le supo involucrado en negocios ilícitos.
Me causa nostalgia el haberlo tratado sin conciencia de quien era, y sin tener la oportunidad de conversar con él de mil temas y conservar sus testimonios.
Descanse en paz el General de División Antonio Portas Domínguez, héroe de la Revolución.