La ingratitud no es solo la ausencia de agradecimiento, es una forma de ceguera emocional, una fractura moral que revela heridas profundas. Psicológicamente, nace de la dificultad de reconocer la necesidad del otro. Para muchos, agradecer implica aceptar que algo valioso vino de fuera, y eso confronta su ego, su vergüenza o su narrativa de autosuficiencia.
El ingrato rara vez es consciente de su ingratitud. Puede venir de una autoestima dañada, de traumas no resueltos o de un narcisismo aprendido, donde el otro es solo un medio. Incluso en relaciones cercanas, el ingrato suele refugiarse en vínculos pasados, muchas veces nacidos en la mentira o en la clandestinidad, porque allí no se le exige coherencia, solo presencia. Allí puede huir de la verdad, de la gratitud, y disfrazar el daño con lealtad fingida.
¿Es feliz el ingrato? Solo en apariencia. Puede vivir tranquilo, esperando a su siguiente proveedor emocional o material, pero rara vez vive en paz. La culpa no siempre lo paraliza, pero sí lo acompaña como sombra. Por eso necesita construir una narrativa: habla de “impecabilidad”, de “intachabilidad”, para no enfrentar lo que realmente hizo. Se reinventa como víctima, tergiversa los hechos, y muchas veces se justifica diciendo que “nunca pidió nada”. Pero el silencio y la aceptación también son una forma de pedir.
El perfil del ingrato suele ser manipulador. Su discurso no busca verdad, busca control. No agradece, porque agradecer lo obligaría a mirar su propia mezquindad. Habla de valores, pero niega el valor ajeno. Se presenta como justo, pero olvida a quien lo sostuvo.
¿El ingrato es para siempre? No necesariamente. Puede cambiar si se mira con honestidad, si reconoce lo recibido y se atreve a sentir vergüenza sin convertirla en rabia. Pero la mayoría no lo hace. Se aleja, se reinventa, y vuelve a empezar en otro lado.
¿Y qué enseña el ingrato a sus hijos? Les enseña que se puede tomar sin agradecer. Que se puede borrar la memoria emocional. Que se puede desechar a quien dio, si ya no da más. Esa es una herencia triste y peligrosa.
Por eso, la gratitud no debe dejarse al azar. Se educa con el ejemplo, con palabras, con gestos. Se inculca enseñando a los hijos a recordar, a decir gracias no como un acto social, sino como una forma de honrar lo recibido. Porque un mundo con más agradecidos sería un mundo con más vínculos duraderos, más justicia emocional, más conciencia humana.
No, no es menor la gratitud. Es la base secreta de todo lo que permanece.
Antonio Selem Hurtado de Mendoza