viernes, noviembre 22, 2024

El médico como síntoma

El oficialismo no quiere que hablemos de responsabilidad. Sostiene que la catástrofe es una fatalidad que hemos de sobrellevar con resignación. Nos pide que creamos en la palabra del presidente que insiste que nos ha ido bien, que ya vemos la luz al final del túnel, que tenemos a un funcionario ejemplar a cargo de la estrategia. Sin muchos argumentos que ofrecer, sin datos que fundamenten el orgullo, el presidente pide fe. La credulidad presentada como deber patriótica nos pide cerrar los ojos. Ignorar lo que leemos en la prensa, desestimar lo que se dice de nosotros fuera del país, taparnos los oídos a lo que escuchamos en el entorno más cercano. La política del lopezobradorismo se ha convertido en una política de fe. Por eso hay que gritar las consignas o transcribir las etiquetas del orgullo hermético y defender, a capa y espada, al médico del régimen. La petición es inaceptable: a López Gatell hay que cuestionarlo con la severidad que merece. Sobre sus espaldas recae buena parte del desastre que vivimos.

Nadie dice que haya inventado el virus en su laboratorio, que sea el responsable de la obesidad, o de los rezagos en el sistema de salud. Nadie dice que sea el responsable exclusivo. Pero es, sin duda, el responsable principal. El definió la estrategia que ha resultado desastrosa y debe ser tratado a la luz de los efectos de su política. Se nos dice que cuestionar el impacto de sus mensajes y la consecuencia de su ejemplo es una obsesión enferma. Que es de mal gusto personalizar, que hay que hablar solamente de condiciones estructurales y del carácter planetario de la adversidad. Los argumentos en defensa del médico del régimen me parecen aberrantes. Cuando la responsabilidad desaparece, la política se vuelve inhumana. López Gatell debe ser considerado como el principal responsable del severísimo agravamiento de la crisis sanitaria en México porque la epidemia no es castigo de ningún dios. La intervención humana tiene consecuencias y es eso lo que debemos evaluar. Si señalamos la responsabilidad de Felipe Calderón por el aumento de la violencia y la barbarie durante su gobierno; si señalamos la responsabilidad personal de Peña Nieto en el reinado de corrupción en su sexenio, debemos igualmente advertir la responsabilidad del presidente López Obrador en el manejo de la crisis sanitaria y, en particular de su favorito, el doctor López Gatell.

Confieso que, durante algún tiempo, encontré en el subsecretario de salud un referente técnico. Lo vi como un hombre preparado académicamente y con experiencia en el servicio público que comunicaba día a día, con notable claridad y paciencia, la situación de la pandemia en México. Parecía un técnico… pero no podía serlo. En este régimen no hay lugar para un diálogo fundado en una razón que escape de la fraseología imperante. El médico es un síntoma. López Gatell es muestra clínica de un grave padecimiento político. Más que el doctor que atiende la enfermedad, más que el cuidador que ofrece información valiosa para protegernos, el subsecretario de salud es manifestación de una severa enfermedad del régimen. No hablo del populismo, sino de algo, quizá más profundo y, desde luego, más indigno: la cortesanía. El hombre que se presentaba como técnico riguroso que pretendía caminar por encima de la politiquería, resultó otro cortesano más. Digo mal. López Gatell no es uno más: es el más pernicioso de los aduladores de la corte.

Elias Canetti describió admirablemente la mecánica de la corte. Vale la pena leer sus apuntes en las últimas páginas de Masa y poder. Cuando un rey estornuda, dice el genial ensayista búlgaro, emite una orden a toda su corte: ¡estornuden! Recuerda la observación de un misionero francés, que registraba la conexión entre los gestos del emperador y los de su corte. Cuando el emperador ríe, los mandarines ríen. Cuando deja de reír, a ellos se les hunden las mejillas. Se creería, concluye Canetti, que “sus caras están hechas de resortes que el emperador puede accionar a su antojo.”

López Gatell es síntoma de la corte de las adulaciones. Revela el extremo al que puede caer la reverencia y la desgracia que esa genuflexión puede causar al país. Esa corte es el silencio de la secretaria de gobernación ante el ataque constante del presidente a las autonomías, es el mutismo del secretario de hacienda ante los caprichos ruinosos del jefe, es la disciplina del jefe de un partido dispuesto a hacer candidato a un hombre acusado de ser un violador.

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