En efecto, no son lo mismo, pero aún tienen que demostrar que son mejores. “No nos confundan”, ha dicho una y otra vez el presidente López Obrador, tras lo cual suele citar ejemplos de las infamias y corruptelas que caracterizaban a las administraciones anteriores.
Mirado sin apasionamientos creo que habría consenso de que el gobierno de la autollamada Cuarta Transformación es distinto al de sus predecesores, el problema es que sus críticos dirían que es distinto para peor, e invocarían una larga lista de calamidades que le achacan o citarían quizás lo que hubiera hecho el gobierno del PRI o el PAN para afrontar la crisis y apoyar a la planta productiva. Aunque yo me quedo pensando que lo que esos gobiernos habrían hecho durante la crisis es más de lo mismo que hicieron antes: lucrar con negocios paralelos en provecho de ellos mismos y sus amigos.
En abstracto, uno pensaría que un gobierno que se plantea el combate a la corrupción, la austeridad y las finanzas públicas responsables y la mejoría de las condiciones de las mayorías, es preferible a los gobiernos que provocaron buena parte de los problemas estructurales que hoy padecemos. Pero más allá de las intenciones, que sean mejores que los anteriores o no lo sean, es algo que la realidad tendría que demostrar.
¿Son mejores, como argumenta AMLO obsesivamente todas las mañanas, o son peores, como tienen a bien restregárnoslo en la cara columnistas y medios de comunicación todos los días? Si queremos ser honestos, no es fácil determinarlo en medio de tanta alharaca. Y se dificulta todavía más por el terrible efecto distorsionador que provoca la pandemia planetaria y la devastadora crisis económica que la acompaña.
Más allá de las fobias y filias que provoca López Obrador en lo personal, un hombre que inspira amores y odios con la misma intensidad, habría méritos inobjetables en el desempeño de su gobierno en temas como el combate a la evasión fiscal o el manejo responsable en las relaciones con el volátil y peligroso Trump, particularmente para efectos de la firma del tratado comercial. Pero de igual forma, incluso los que simpatizamos con muchas de sus banderas, encontraríamos aspectos cuestionables en la 4T, cómo es la gestión contradictoria de las campañas de salud respecto al Covid o el incendiario clima de polarización que sostiene el presidente con efectos adversos sobre la inversión.
El tiempo dirá si los avances en la urgente agenda con los mexicanos más pobres y la lucha contra los vicios públicos que AMLO intenta erradicar compensarán los costos en materia productiva que su proyecto de transformación ocasiona. El 25% del PIB lo aporta el sector público y el otro 75% la iniciativa privada. Al final del sexenio habrá que evaluar si la 4T terminó gestionando mejor que los gobiernos anteriores este 25%, es decir si la administración pública es más eficiente, productiva y menos onerosa. Ojalá. Pero de lo que no tengo duda, por desgracia, es que en lo referente al otro 75% los resultados serán más magros de lo que habrían sido con otras administraciones. Tampoco es de espantarse, considerando que el gobierno de la 4T explícitamente propuso un movimiento pendular en favor de los pobres; me parece que era una necesidad tanto por razones éticas como el riesgo de inestabilidad social ante la exasperación popular en la que nos encontramos. Hacer un ajuste con propósitos redistributivos, incluso con un costo con cargo al crecimiento, era justificable. Solo espero que este no sea excesivo y de serlo habrá que analizar cuánto de ello fue responsabilidad del estilo personal con que la presidencia lo ha llevado.
Al final muchos aspectos de la valoración que reciba el gobierno de AMLO serán subjetivos, desde luego, dependiendo del criterio político e ideológico con el que se mire. Y seguramente habrá claros y oscuros. Pero hay un tema, me parece, en el que López Obrador no puede permitirse fallar: el combate a la corrupción. Los señalamientos que ha hecho la Auditoría Superior de la Federación sobre algunas prácticas de opacidad y desaseo en la aplicación de los programas sociales tendrían que ser respondidos o subsanados de inmediato por el gobierno. Nadie pretende que este sea perfecto; la administración pública es demasiado vasta y compleja como para asumir que las buenas intenciones se traducen en automático en realidades. López Obrador respondió este lunes que los datos de la ASF estaban equivocados, lo cual no es una buena señal; habría sido más sensato asumir la posibilidad de que existan negros en el arroz y estar dispuesto a corregirlos de inmediato, de ser el caso. Con todo, fue alentador que no haya descalificado a la institución como lo ha hecho con otros autores de señalamientos, quizá porque se trata de una dependencia autónoma emanada de la Cámara de Diputados, donde domina su partido. De allí lo delicado de la acusación.
Esperemos que el tema no termine en un debate de adjetivos y descalificaciones. Desde luego, los adversarios políticos lo tomarán como municiones inapelables para establecer de una vez y para siempre que en materia de corrupción este gobierno es lo mismo, sin reparar en matices o la diferencia entre un soborno de Odebrecht o la compra de una refinería chatarra y expedientes inventados para cobrar una beca del Programa Jóvenes Construyendo el Futuro. Pero igualmente grave sería que el gobierno simplemente lo considerar un ataque de sus enemigos o un asunto electorero.
Es indispensable que el gobierno atienda punto por punto con seriedad y responsabilidad los señalamientos realizados. Su respuesta será decisiva para los que creemos que, pese a todo lo que pueda ir mal, es fundamental la impronta que este gobierno puede hacer en el saneamiento de la administración pública. Al final, como todo en la vida, lo gobiernos cargan con un epitafio; lo único que Andrés Manuel López Obrador no se puede permitir es que en el epitafio de su sexenio no se incluya la frase: “hizo una diferencia en materia de corrupción”.
www.jorgezepeda.net @jorgezepedap