miércoles, mayo 8, 2024

Otra del Ejército

Pensándolo bien

Jorge Zepeda Patterson

La marcha de este domingo de militares, la mayoría de ellos en retiro, y sus familiares fue poco numerosa pero no por ello despreciable en términos políticos. El discreto número de participantes obligaría a resistir la tentación de sobredimensionar el tema. Tratándose de un sector que entre Ejército y Marina agrupa a 300 mil efectivos, es decir, más de un millón de personas si involucramos a sus familias, podría pensarse que no son relevantes unos pocos centenares que marcharon en Ciudad de México y otra media docena de entidades.

Pero, por otro lado, merece atención la inusual manifestación pública de un diferendo con el gobierno por parte de miembros de las fuerzas armadas. Habría que valorar, al menos, el riesgo de que esto sea un síntoma de algo más profundo. ¿Hay razones para preocuparnos?

Cabe señalar que quienes marcharon lo hicieron a pesar del llamado que había hecho el presidente Andrés Manuel López Obrador para desalentar la convocatoria. Afirmó, incluso, que detrás de ella podrían estar fuerzas oscuras vinculadas al crimen organizado. Eso quizá inhibió la participación de algunos militares en activo, pero los hubo, lo cual mostraría que los generales prefirieron no prohibir la marcha no obstante el exhorto del Presidente. Eso en sí mismo es un primer dato para considerar.

Por lo demás, quedó en claro que la hipótesis de un posible involucramiento de los cárteles en la convocatoria tendría que descartarse, a juzgar por los planteamientos de los manifestantes. Se quejaron de las normas y políticas que restringen a los militares en el combate a los sicarios y al hecho de que “las personas que delinquen y causan daño al pueblo y al Ejército mexicano estén arriba de los soldados mexicanos y los derechos humanos”. Es decir, no se protestó por el uso de los militares en el combate al crimen organizado sino, por el contrario, por la precariedad jurídica en la que se les deja. Concretamente, lamentaron el desamparo que sufren los soldados que por un motivo u otro han sido detenidos por la violación de derechos de civiles, en particular los efectivos que han sido procesados por la justicia militar por el asesinato de cinco jóvenes en Nuevo Laredo, Tamaulipas.

Estas quejas se hacen eco de otras anteriores que daban cuenta de la incómoda situación de una política que no les permite actuar frente a los criminales, pero sí ser objeto de sus ataques; o la humillación que supone ser reducidos por grupos de pobladores que, en complicidad con las bandas delincuentes o sin ella, los ridiculizan, los desarman y los retienen. Situaciones que deben sufrir pasivamente por instrucción de sus superiores.

Lo que todo esto revela es que el enorme protagonismo que han desempeñado las fuerzas armadas en este sexenio está provocando reacomodos. Seguramente algunos cambios son muy del gusto de los generales. Su involucramiento en aduanas, puertos, aeropuertos, en actividades turísticas o una nueva línea área supone una ampliación de su fuerza política, sus presupuestos y su influencia en la administración pública. Quiero ver qué gobernador, senador o miembro del gabinete tiene hoy en día la fuerza para acotar, reclamar o hacer recular a la élite militar de los muchos espacios que controlan.

Sin embargo, la intención por parte del Presidente de cederles el control de la seguridad pública es un tema más complejo. Si bien les otorgaría un enorme poder para intervenir en la vida cotidiana prácticamente de toda la población y en todo el territorio, les incomoda la ambigüedad jurídica a partir de la que tal intervención se ejerce.

El problema de fondo es que se está intentando usar un martillo a manera de pinzas. Los soldados y la oficialía no fueron diseñados para hacer investigación policiaca o tareas detectivescas. Patrullan, defienden y repelen. Y, por desgracia, las bandas criminales a las que combaten no son un ejército para ser enfrentadas en el campo de batalla; se trata de civiles que forman parte de la población. Una tormenta perfecta para la generación de incidentes: ya sea por los excesos que molestan a los habitantes, en ocasiones con saldos sangrientos y arbitrariedades contra inocentes o, por el contrario, por la inconformidad de los militares al ser colocados en la trinchera de batalla sin poder atacar como ellos quisieran.

El gobierno de la 4T asegura que a estas alturas carecemos de pinzas y no tenemos más remedio que utilizar el martillo castrense. Quizá sea así y, en efecto, las policías han sido desbordadas desde hace tiempo por la capacidad de fuego de los cárteles y su control territorial. Pero eso no resuelve las dificultades presentes y futuras.

Las autoridades han intentado minimizar esta contradicción, esta difícil cuadratura del círculo, con una estrategia relativamente cauta. “Despliéguense, pero no entren en combate”. Por desgracia, es una actitud que no ha dado los resultados esperados. Cabía la posibilidad de que la mera presencia de la Guardia Nacional, sus cuarteles diseminados por el territorio y la mayor presencia de militares hubiese replegado a los criminales. Pero estos leyeron muy pronto que la mera presencia y el patrullaje no tenía por qué afectar a sus actividades. Y en cambio, la frecuente emboscada de patrullas militares o los encontronazos que deja el azar de este patrullaje han provocado el malestar de los soldados. Y cuando se ven obligados a responder, afirman ellos, en ocasiones terminan siendo acusados de violar derechos humanos y sujetos a procedimientos penales.

No está claro qué salida pueda tener este entuerto. Pero ninguna parece buena. Regresar los soldados a los cuarteles no es alternativa (incluso si los generales estuvieran de acuerdo) si no contamos con estrategias para desarrollar sólidas y muy numerosas fuerzas policiacas, algo que no está a la vista y probablemente no es realizable a corto y mediano plazo. Y, por otro lado, optar por una salida hacia adelante, es decir, dar carta blanca a los militares para enfrentar a los sicarios, es un camino lleno de riesgos por el enorme poder que tendrían sobre la población e incluso sobre el resto de las autoridades locales. Potencialmente un camino de no retorno, porque no sería fácil obligar a los generales a regresar a la normalidad. En la práctica significa ceder libertades civiles quizá de manera irreversible.

Es muy probable que el actual impasse se mantenga el resto del sexenio. De alguna manera López Obrador tiene una relación favorable con la élite castrense, a la que ha cultivado con el protagonismo antes mencionado. Pero es un equilibrio precario y claramente insatisfactorio. Una bomba de tiempo para el siguiente gobierno. 

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