Resulta difícil coincidir con cualquier propuesta política que salga de Ricardo Salinas Pliego, el dueño de Tv Azteca (y de muchas cosas más en este país), porque nunca da paso sin guarache, siempre en atención a sus muy particulares intereses. Su idea de desaparecer de cuajo al Instituto Nacional Electoral, expresado en un artículo publicado este lunes en el diario El Universal, no es la excepción. Y tampoco cuesta trabajo adivinar las razones de su molestia con el órgano electoral: la limitación en los gastos de campaña, particularmente en publicidad, que impone el Instituto y el cuidadoso monitoreo que ejerce, reducen significativamente los ingresos que las televisoras podrían recibir durante las campañas. La crítica no obedece, pues, a una preocupación ciudadana, sino esencialmente a la defensa de una oportunidad de negocio.
Y, sin embargo, esgrime un par de argumentos que no son desdeñables, aun cuando no necesariamente lleguemos a sus conclusiones. El INE es, en efecto, una institución extraordinariamente costosa comparada con sus equivalentes internacionales. Y no tanto porque los consejeros sean unos manirrotos o tengan salarios estratosféricos, como muchos dicen; sus ingresos apenas pintan en los 20 mil millones de pesos anuales que cuesta al erario el tema electoral.
Esta brutal derrama es producto de su diseño: el INE cuesta más que sus contrapartes internacionales porque ejerce más funciones y debe responder a un denso corpus de leyes y normatividades puntuales que no existen en muchos otros países. Entre otras, por ejemplo, el hecho de que está a cargo de elaborar el documento de identidad para todos los ciudadanos, algo que tendría que hacer el Poder Ejecutivo. Pero no solo eso; simplemente monitorear los gastos de publicidad le obliga a auditar 24 por 7 a los anuncios en espectaculares o en las estaciones de radio y televisión en todo el territorio nacional. Su compleja estructura es resultado de muchas de estas tareas que le fueron colgando los legisladores con el presunto afán de asegurar elecciones legítimas.
Ahora bien, hay una razón histórica de fondo. México venía de una larga tradición de régimen de partido único, según la cual los comicios no eran más que una simulación para legitimar las decisiones de cúpula en momentos de transición política. En un arranque de sinceridad, alguna vez Fidel Velázquez, el sempiterno líder de la CTM, dijo “llegamos al poder a balazos y a balazos tendrán que quitárnoslo”. El hecho de que no haya sido así, y que el PRI hubiese abandonado la silla presidencial por decisión de los ciudadanos en el año 2000 hoy se ve como un hecho natural, pero en más de un sentido para los que crecimos bajo aquel régimen, nos pareció en su momento una especie de milagro colectivo. Las razones son complejas, pero mucho tiene que ver con el prestigio, el peso y el tamaño con el que nació aquel primer IFE ciudadano.
En los años siguientes al órgano electoral se le fueron añadiendo tareas con el propósito de neutralizar los muchos intentos de los gobernantes en turno, tanto federal como regionales, de mantener el poder para sí mismos y los suyos. Las razones que llevaron a aumentar el intervencionismo del IFE pueden entenderse, pero en el proceso los legisladores terminaron produciendo un enorme adefesio, oneroso y complejo.
A lo anterior habría que añadir el desgaste de su legitimidad. Si bien el IFE siguió siendo el árbitro de la contienda electoral, la credibilidad del órgano máximo perdió fuelle en los siguientes años por culpa de los partidos. Aprovechando el hecho de que son las cámaras legislativas las que designan a los consejeros, PRI, PAN y PRD comenzaron a negociar cuotas para imponer personeros a modo. Ciertamente no en todos los casos, pero sí los suficientes como para detectar que en muchas ocasiones el voto de algunos de ellos obedecía claramente a sus filias o a sus compromisos
Su compleja estructura es resultado de muchas tareas que le fueron colgando los legisladores
A partir del arribo de Andrés Manuel López Obrador al poder las críticas contra el ahora INE han arreciado, algunas veces con fundamento, otras sin él. Los últimos fallos del consejo en contra de candidatos de Morena (en particular el dictamen que declara ilegales las candidaturas de Félix Salgado, en Guerrero, y Raúl Morón, en Michoacán) y las disposiciones tomadas para evitar la sobrerrepresentación del partido mayoritario en las cámaras (Morena, obviamente), han politizado el debate y comprometido la figura del árbitro.
Algunos cargan de culpa a AMLO por descalificar al árbitro en términos peyorativos cada vez que una decisión resulta adversa a sus intereses; otros, por el contrario, ponen el énfasis en la sospechosa rigurosidad del consejo al aplicar criterios sobre los cuales antes era muy laxo. En estricto sentido, es cierto que el INE no está haciendo otra cosa que aplicar la ley, pero también es cierto que la sobrerrepresentación no parecía molestarle cada tres años cuando había comicios para reconformar las cámaras. Esas mismas normas habrían descalificado la elección de Enrique Peña Nieto a raíz de los documentados financiamientos ilegales operados vía Monex. Eran las mismas leyes y en gran medida los mismos árbitros, pero el criterio de aplicación ha cambiado.
Tampoco ayuda la creciente irritación que muestra el presidente consejero, Lorenzo Córdova, cuyas actitudes hacen eco de las que caracterizan a los “adversarios” de AMLO. Es explicable que Córdova esté indignado por algunos de los apelativos que le asesta López Obrador, pero es lamentable que esa molestia se traduzca en la percepción de que sus decisiones comienzan a estar sesgadas.
El problema con toda esta discusión es confundir la institución con los actores políticos. Que el desempeño del réferi esté en cuestión o que sea urgente revisar a fondo sus tareas y atribuciones es una cosa, pero de allí a que se concluya que habría que desaparecer el arbitraje, como lo propone Salinas Pliego, es algo muy distinto. Que el árbitro marque un penalti discutible no significa que sea una buena idea que en los sucesivo los partidos se lleven a cabo sin árbitros. En el futbol al menos tienen al VAR, por encima de la decisión de un silbante, en materia electoral lo que se tiene es al Tribunal Electoral y ese sale aún peor parado.
Jorge Zepeda Patterson
www.jorgezepeda.net
@jorgezepedap