Poco a poco parece irse cerrando el paréntesis en que entró la actividad económica en 2020; no así, los efectos varios sobre la existencia colectiva. De hecho, no sabemos bien a bien hasta dónde se ha afectado el tejido social y humano de los mexicanos. Por su parte, el antropólogo Claudio Lomnitz planteó en El Colegio Nacional que el tejido se ha roto (Nexos, número 520, abril 2021).
Encarar la dificultad económica entraña asumir la inmediata conexión que tuvo con el resto de las prácticas sociales. La suspensión de muchos de los canales de intercambio que dan cuerpo a la interdependencia económico-social puso contra la pared a centenares de miles de trabajadores, empresarios y funcionarios cuya actividad remunerada fue puesta en entredicho y luego agudizada por la renuencia gubernamental a hacer lo obligado: proteger el empleo y sus fuentes de generación y sustento alojadas en las diversas ramas de la producción y los servicios que conforman la matriz productiva mexicana. Y en esas estamos hasta el día de hoy con el telón de fondo de un ominoso subempleo y una agresiva inocupación de todavía muchos millones de mexicanos en edad de trabajar.
La subutilización del trabajo es la cara más agresiva del drama mexicano. Nunca la hemos dejado atrás, aunque por algunos lustros gracias al crecimiento alto y sostenido de la economía hubieran surgido esperanzas en un futuro de empleo formal, seguro y bien pagado.
Aquellos fueron años de cultivo de la llamada “utopía salarial” que veía en el aseguramiento colectivo, vinculado con la expansión industrial, la clave de un país moderno y justo. Esa visión quedó en el piso con las sucesivas crisis financieras y económicas de los años ochenta del siglo pasado sin ser reemplazada ni tomada en cuenta por el dogma del libre comercio. Vista como mantra, la globalización dio paso a la irrupción de las peores tendencias recesivas retroalimentadas no solo por la avaricia anárquica de la Alta finanza sino por la aceptación sumisa de los Estados de las llamadas leyes del mercado.
Así, juez de emprendimientos y proyectos, el mercado se volvió realidad cercana de una sociedad casi sin gobierno, cotidianamente sujeta a unos invisibles pero inapelables dictados de los precios, los intereses y las apetencias mercantiles más estrambóticas. Aleluya, todo era posible merced a la competencia y la irrestricta ampliación de los mercados que envolvían sueños, pero también pesadillas, preludio de una interminable “temporada de huracanes” como reza el apasionante libro de Fernanda Melchor.
La dictadura de lo inmediato y su crueldad se impone y los esfuerzos gubernamentales por “bajarle el tono” al sentido de urgencia que priva en muchos mexicanos, lo aumenta. La única forma de empezar a caminar hacia una vida en sociedad menos calamitosa, es inscribir la urgencia en un horizonte que apunte a prioridades y compromisos expresos de los actores políticos y sociales. Compromiso no para respetar lo que por ley están obligados a respetar, como la democracia y sus derechos, sino para tejer un proyecto de reconstrucción nacional que rescate y valore las potencialidades de nuestras comunidades y las convierta en fuerza productiva, hasta transformadora.
Confundir lo urgente con lo importante es el principio de una confusión mayor que puede llevarnos a otra interminable historia de crisis en crisis. Al tiempo.