En aras de algún tipo de racionalidad, muchos han llegado a la conclusión de que los tiempos y los movimientos del presidente López Obrador obedecen a un motivo: no ceder terreno en la elección de junio y, de ser posible, ampliar su mayoría en la Cámara de Diputados.
Para lograrlo, el Presidente abre el fuego constitucional y pone a la Suprema Corte y a sus ministros al borde de una crisis mayor. Dentro y fuera de la Suprema, los tambores de guerra que el Presidente toca con singular alegría redundan en el denuesto de los ministros, la pérdida de credibilidad de los jueces constitucionales y el acoso desatado al órgano judicial por varios verdugos de la moderna inquisición y, sin embargo, ¡Oh!, Galileo, nada se mueve.
El disimulo impera y se gesta un silencio ominoso. Todos especulan en torno al desaguisado que viene y vendrá. Los que pueden, poco a poco, buscan cubrirse en el Tesoro americano, a costa de ganancias financieras que por lo pronto son superiores en México y sus mercados de dinero y capitales. Por esta arcana vía del juego zafio y la especulación financiera, en particular con las divisas, la economía se contamina clausurando reflexiones sobre las implicaciones de la política no sólo sobre el mexicano común, también sobre los pudientes que, por hipótesis, convenimos en señalar como motores de una recuperación sostenible que pudiera encaminarse hacia un nuevo curso de desarrollo.
Con todo y los empeños de conciliación y acuerdo que lleva a cabo el presidente del Consejo Coordinador Empresarial, la desconfianza parece no detenerse. La inversión es mínima, solo para un sensato mantenimiento; se dejan de lado proyectos cuya realización podría dar lugar a nuevos lazos de interacción y multiplicación de la actividad económica y del empleo.