A lo largo de la historia de las luchas feministas en pos de la equidad de los géneros (¿el neutro incluido?) se han dado hazañosas batallas para empoderar a las mujeres y lograr que ocupen el lugar que se merecen.
Muchas mártires se han sacrificado, muchas estudiosas se han empeñado en sentar los principios y valerosas líderes -o lideresas, la nomenclatura es lo de menos- han encabezado movimientos para que la mujer obtenga el mismo poder que ha tenido el hombre en el transcurso de decenas de miles de años de nuestra especie, desde que en la cueva los proveedores se levantaron en contra del matriarcado que los mantenía sojuzgados.
Con razón y justicia, la otra parte de la especie ha venido solicitando cada vez con mayor energía que se le regrese la libertad de opinar, de decidir, de crear.
Y está bien.
La lucha no es de ahora o de hace unos cuantos años. Tiene siglos. Por ejemplo, en Venecia Modesta Pozzo escribió, con el seudónimo de Moderata Fonte, el diálogo El mérito de las mujeres, que fue publicado ocho años después de su muerte, en pleno1600, y en donde aseguraba -contra lo que había prevalecido desde Aristóteles- que las mujeres eran tanto o más inteligentes que los hombres, entre otras linduras.
Y el movimiento siguió entre soterrado y cruelmente reprimido durante siglos, hasta que desembocó en la Sociedad Autónoma de Mujeres de Barcelona, fundada en 1891 por tres catalanas con muchas naguas: Teresa Claramunt, Amàlia Domingo Sole y Ángeles López de Ayala.
En México, nuestra Sor Juana Inés de la Cruz trabajó por la causa de las mujeres, y en el siglo XX destaca entre muchas damas conspicuas doña Rosario Castellanos, poeta (o poetisa) de fuerte profundidad e inteligencia notable.
Y todo eso está muy, pero muy bien.
Sin embargo, la lucha ancestral de las féminas se ha decantado solamente hacia el empoderamiento de la mujer. Es decir, que obtenga la fuerza, y no sólo física, que ha mantenido al hombre como amo y señor.
Muchas luchas feministas se enderezan contra el hombre con una furia que habla de oscuras emociones. Se quieren vengar, más que hallar justicia. Quieren castigo contra sus rivales, no reivindicación propia.
¿Habrán pensado las señoras feministas alguna vez que podrían obtener mejores resultados si, en lugar de parecerse al hombre, buscan que éste se parezca a la mujer?
Comulgo con la idea establecida científicamente de que la mujer es más honesta, más intuitiva, más resiliente y en muchos casos más inteligente que el hombre. ¿Por qué querer parecerse a él, entonces?
Digo, es nada más una ocurrencia que propongo para el análisis, no sea que de ahí vaya a salir una buena idea…