Cuando todavía pensábamos que la democracia no sólo era aritmética sino un sistema donde podían caber todas las voces, sin privilegios y con derechos inalienables para todos; cuando todavía soñábamos con la posibilidad de romper para siempre el pensamiento único para dar paso a la pluralidad política, a la diversidad social y a la deliberación pacífica; cuando aún creíamos que era viable construir instituciones que no estuvieran al servicio de la mayoría sino que fueran capaces de salvaguardar los derechos de las minorías y proteger a los más débiles; cuando todo eso sucedía, también imaginábamos que llegaría el momento en que las elecciones se volverían rutina y sus procesos, sus protagonistas y sus resultados, serían engranes de un régimen democrático consolidado.
No queríamos que los comicios siguieran oscilando, como sucedió siempre en la historia mexicana, entre la dominación apabullante del aparato del Estado y el conflicto posterior inevitable. Aspirábamos a la certeza y la transparencia de las reglas y los procedimientos para garantizar que la única incertidumbre fuera la del veredicto de las elecciones, decididas por ciudadanos conscientes, libres e informados. Deseábamos que los conflictos entre opciones enfrentadas se resolvieran mediante la aplicación exacta de las leyes, mediante órganos y tribunales ajenos por completo a la presión política y los intereses personales, anclados en la imparcialidad, y que la única aspiración de los partidos derrotados tras cada convocatoria electoral, fuera la de volver a participar bajo las mismas reglas.
En esos años postreros de nuestro Siglo XX, insistíamos en que las claves de bóveda de las instituciones estaban en la garantía de los derechos y en la cuidadosa construcción de la aceptabilidad de la derrota (como alguna vez lo fraseó con precisión Felipe González, el expresidente español), a sabiendas de que nadie o casi nadie, rechaza el triunfo. Esos sueños duraron poco tiempo. En el más optimista de los recuentos, acaso una década, cruzada entre los dos siglos que hemos vivido.
Desilusionados, vamos a otro proceso electoral donde la certeza de la organización y el cumplimiento de las reglas ya se ha puesto en entredicho y en los que se anticipa, de antemano, que la derrota electoral no será aceptada ni convalidada por los actores principales. No es preciso tener una bola de cristal para prever que los comicios que tendrán lugar el 6 de junio no cerrarán un ciclo destinado a escuchar la voluntad del pueblo expresada en votos sino que abrirán una nueva escala del conflicto.
De perder las elecciones, después de haber devastado la autoridad moral del INE, es prácticamente imposible que las y los partidarios de Morena acepten sin chistar el resultado; y de ganarlas, es previsible que cambiarán las reglas para acomodarlas a sus deseos. Ninguno de esos resultados —los únicos posibles: ganar o perder las elecciones por quienes hoy ostentan la titularidad del Estado mexicano— garantizará la consolidación de nuestra democracia. Y en la otra esquina tampoco habrá sosiego. De perder, se sostendrá —como ya está sucediendo— que el partido vencedor echó mano de todos los recursos del Estado como se hacía antes; y de ganar se hará todo lo posible por atar de manos al poder Ejecutivo.
Lo que sabemos con certeza indiscutible, cuando apenas transcurre la tercera semana de abril, es que en junio viviremos un conflicto de proporciones equivalentes a la dimensión gigantesca de este proceso electoral; sabemos la fecha exacta en la que comenzará esa disputa; y sabemos que, dadas estas circunstancias, no hay ningún escenario electoral posible para conjurarla. Lo que vendrá después de los comicios no será la democracia que soñamos, sino un nuevo ciclo de ruptura.
Investigador de la Universidad de Guadalajara.