Pensándolo bien
Jorge Zepeda Patterson
Ninguna duda cabe que la energía que alimenta el inagotable motor del presidente Andrés Manuel López Obrador es su deseo de hacer algo para mejorar la condición de los pobres. Lo que no está del todo claro es la vía por la que se ha decantado para conseguirlo.
Todo propósito de cambio entraña en sí mismo una disyuntiva: cambiar hacia atrás o cambiar hacia adelante; regresar al estadio en el que nos encontrábamos antes de que esto empeorara o buscar una mejoría de lo que ahora tenemos para alcanzar algo distinto. Me parece que la 4T comenzó buscando esto último, pero frente a las dificultades terminó refugiándose en el pasado. A las resistencias que podían preverse se añadió la pandemia y la profunda crisis económica que terminó por barrer con cualquier beneficio significativo de los programas productivos y redistributivos.
A estas alturas cabría preguntarse si el esfuerzo que hace el gobierno de AMLO tiene alcances transformadores o meramente asistenciales. O para decirlo en términos de la consabida, pero no por ello equivocada alegoría del pescado: regalar para atenuar el hambre o enseñar a pescar para desterrarla. Me parece que la idea inicial al tomar posesión era la de actuar en los dos frentes, lo cual parecía correcto. Es decir, atacar lo urgente mediante una transferencia masiva e inmediata a los más necesitados y, al mismo tiempo, construir las bases para una recuperación de las regiones y los sectores tradicionales en donde ellos habitan y laboran.
Consecuentemente algunos programas del nuevo gobierno se orientaron a la tarea asistencial mediante subsidios directos al consumo (dar de comer), mientras otros buscaron activar la economía popular a través de apoyos a la producción y al empleo (enseñar a pescar).
Los primeros han tenido un efecto inmediato; aunque no intentan modificar el estado de las cosas permiten un alivio en las condiciones para sobrellevarlas y ello no tiene nada reprochable, de la misma manera en que un ibuprofeno no resuelve una muela picada, pero hace una enorme diferencia en tanto podemos acudir al dentista. Los segundos, programas destinados a impulsar el crecimiento de los sectores deprimidos (y oprimidos) han corrido con menos fortuna. Escapa a los límites de este texto una revisión de programas específicos como sembrando vida, formación de jóvenes o apoyos al campo tradicional.
Pero es evidente que en el contexto de una sociedad de mercado las inercias hacen más valioso el tomate de invernadero que el maíz, o más productivas las fábricas automatizadas que el taller artesanal. Habrían hecho falta enormes apoyos crediticios, infraestructura de transporte y comunicación, capacitación técnica, apoyo tecnológico y modernización de estrategias de mercadeo para convertir esos programas productivos en detonadores de prosperidad. Por lo demás, me parece que escapan a las posibilidades de la 4T y quizá de cualquier gobierno, en estos tiempos de globalización y mundos virtuales. De allí que programas como Sembrando Vida o subsidios aislados a los precios de garantía, que en teoría deberían ser promotores del cambio productivo, en la práctica terminan siendo también de corte asistencial o caritativo.
Me preocupa que, frente a la imposibilidad de una salida hacia adelante, el Presidente tiende a refugiarse cada vez más en la construcción discursiva de un México idílico de los años 60 y 70, previo al advenimiento del neoliberalismo. Un país en el cual un supuesto Estado asistencial, presidencialista y benefactor reinaba sobre la sociedad, la iniciativa privada y el sector externo para ofrecer a los mexicanos oportunidades y crecimiento. Y me parece que esta salida por la puerta trasera de la historia es un error, no solo porque ese Estado benefactor y promotor de una sociedad más justa y plagada de oportunidades nunca existió (era el de Echeverría y López Portillo), sino porque incluso si hubiera existido, ya no sería viable en el mundo complejo e interdependiente en el que ahora vivimos.
Extraño al presidente que pudo haber sido, a partir del jefe de Gobierno de Ciudad de México que efectivamente fue. Un hombre que encabezó una gestión capaz de modernizar el centro de la ciudad o edificó los segundos pisos gracias a su habilidad para trabajar con el gran capital y al mismo tiempo construir alianzas con los sectores progresistas para impulsar procesos de cambio social en materia de diversidad de género, derechos humanos y derechos de la mujer, fomento cultural, temas de medio ambiente y en general la activación de la sociedad.
No pretendo tampoco mitificar su sexenio como alcalde, en el cual hubo aciertos y desaciertos, desde luego. Pero estoy convencido de que el ahora Presidente mostró en la capital capacidad de convocatoria pluriclasista y habilidades conciliatorias que hoy echamos de menos. Por alguna razón esos rasgos solo alcanzaron para redactar el espléndido discurso de su toma de posesión. Después le ganaron los impulsos pendencieros y la necesidad de ganar la discusión a cualquier costo, así fuera inventando sorteos; prefirió refugiarse en el papel de predicador moral frente a su corte de aduladores o recurrir a la satanización y la mofa de todo aquél que lo cuestione o piense diferente.
Parecería asumir que mientras hable en nombre de un hipotético pueblo pobre, sabio y justo, está eximido éticamente frente al resto de los mexicanos y ha cumplido con la historia. En realidad lo que habrá sucedido es un enorme desperdicio histórico. Como resultó en el caso del covid-19, el abasto de medicinas, la venta del avión o la perseverancia del crimen organizado, López Obrador subestimó las dificultades y sobrevaloró el poder transformador de las buenas intenciones. En su primer trienio asumió que bastaba la intervención del Estado para impulsar el empleo popular y generar la prosperidad de los más necesitados, por lo cual se dio el lujo de desdeñar (o buscarle el modo) a otros actores de poder. Frente a la imposibilidad de transformar la realidad hay mañaneras en que el Presidente parece estar decidido a inventarla. Una y otra vez nos dice que México ya cambió, que ya no es como antes, pero a diferencia de sus otros datos, esta es una realidad que palpamos los mexicanos todos los días. No se me malinterprete.
Frente a la frivolidad y corrupción de los de antes, seguiría escogiendo a AMLO. Y valoro muchas acciones que se han realizado para aliviar en algo la condición de los más necesitados o la responsabilidad con la que se ha buscado la estabilidad política y económica, pese a su retórica incendiaria. Pero seguiré lamentando semana tras semana la renuncia de López Obrador a ponerse al frente de todos los mexicanos y conformarse con creerse ganador del round diario en esa arena de box arreglada que es la Mañanera. Difícil transformar un país cuando se invierte tanto tiempo cada día en demostrar que es más listo que sus adversarios. Sería una lástima que la versión presidencial de AMLO sea una dimensión menor de lo que pudo haber sido o que en el camino se haya perdido definitivamente al potencial estadista suplantado por un vendedor de triunfos aún dudosos.
Me resisto a pensar que todo quede reducido a una versión pendenciera, burlona y fascinada consigo misma, incapaz de la autocrítica y empeñada en vendernos una especie de restauración absurda del priismo que ya habíamos dejado atrás. Quedan tres años, ¿alguna posibilidad de recuperar al alcalde que fue, al presidente que pretendió ser esas primeras horas?
Jorge Zepeda
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