Pensándolo bien
Jorge Zepeda Patterson
Es evidente que López Obrador tenía que cambiar al responsable de combatir la corrupción en la administración pública luego de tres años de muy cuestionables logros, pero es lamentable que lo haya hecho por las razones equivocadas. Despidió a la secretaria responsable por una percepción de deslealtad política, no por su fracaso en la tarea de limpiar la vida pública institucional.
La gestión de Irma Eréndira Sandoval, secretaria de la Función Pública recién defenestrada, resultó una decepción por motivos que en parte son atribuibles a ella, pero también por razones que escapan a su voluntad. Entre los primeros, sin duda, están las desproporcionadas ambiciones políticas de ella y su marido, John Ackerman, académico y hombre de medios de comunicación. Se asumieron como cabeza de una corriente radical dentro del obradorismo y comenzaron a actuar, a ojos del líder del movimiento, con estrategias facciosas al interior de Morena misma. Nada que no hagan otras facciones, por supuesto, salvo que lo hacen arropados y por las vías sutiles que ofrecen muchos años de experiencia.
Los Sandoval, hermanos y parientes incluidos, primerizos en grandes ligas, escenificaron varios escándalos públicos en sus ansias de obtener mayores posiciones para los suyos. Ackerman no ahorró enemigos en distintas disputas y Pablo Sandoval habría incurrido en el pecado imperdonable de mover los hilos para exhumar el turbio pasado de Félix Salgado Macedonio, favorito del presidente para quedarse con la candidatura al gobierno de Guerrero. La necesidad de recurrir al sainete de colocar a la hija de este último, y la factura política a pagar que eso supuso, es atribuida en Palacio Nacional a las malas artes de este grupo. Algo que AMLO no iba a tolerar.
Pero también es cierto que la imagen de una supuesta Dama de Hierro con la que Irma Eréndira habría querido ser identificada, nunca tuvo una verdadera oportunidad de convertirse en realidad. No hay voluntad política dentro de la 4T para emprender acciones punitivas en contra de sus propios funcionarios, por más que proliferen licitaciones irregulares y partidas presupuestales harto ambiguas.
El gasto suntuario y el uso indiscriminado de los bienes públicos por parte de la burocracia ha disminuido, sin duda, pero los abusos sobre el erario y la obra pública están muy lejos de haber desaparecido. Particularmente porque más allá de las buenas intenciones del mandatario, no hay un esquema efectivo de supervisión y castigo de las muchas y arraigadas prácticas de latrocinio que abrevan del erario. López Obrador está tan absorto en la pelea de cada día con sus adversarios, y de tal manera subsumido en la tarea de dar y recibir recriminaciones, que considera que la admisión de toda falla o irregularidad de sus cuadros se convertiría en municiones a manos de sus enemigos. Por lo mismo, documentar los propios errores, ya no digamos corregir, no es el fuerte de esta administración.
Con tales acotamientos, las posibilidades de esta funcionaria para convertirse en el Torquemada del obradorismo y en flagelo de la corrupción eran en realidad bastante peregrinas. Tuvo que conformarse con perseguir delitos cometidos en administraciones anteriores, ninguno de particular relevancia, toda vez que los casos importantes fueron conducidos por la Fiscalía de la República, el SAT o la Unidad de Inteligencia Financiera. La intervención más sonada y en realidad la única a un alto nivel, tuvo en la mira al actual director de la CFE, Manuel Bartlett. Creyendo que la consagraría ante la opinión pública, resultó tan ruda, desaseada y tan promovida subrepticiamente en los medios, que acabó siendo interpretada en el primer círculo como un intento de búsqueda de chivo expiatorio para pavimentar su camino al estrellato. Una investigación sobre la revista Nexos, que se ha caracterizado por su crítica a las posiciones de López Obrador, culminó en un castigo de tal desmesura y bajo un pretexto tan nimio que fue entendido como un acto de censura o represión. Pero más allá de la incursión fallida de esta académica en la gestión pública, el tema de fondo es la relación entre esta administración y el combate a la corrupción.
Ningún gobierno tendrá una estrategia convincente y efectiva para erradicar los abusos contra el erario si no es capaz de detectar y castigar prácticas incorrectas entre sus propios miembros, por encumbrados que estos sean. Mientras no sea así, toda acción penal en contra de funcionarios corruptos de sexenios anteriores es percibida como una vendetta política o un acto de propaganda de cara a la tribuna. Por desgracia esta percepción termina instalándose no solo en la opinión pública sino también entre las propias filas de la 4T. Por más que López Obrador haya intentado insuflar un nuevo espíritu entre los servidores públicos, un espíritu más apegado a la ética y la honestidad, en tanto sus cuadros perciban zonas grises y laxas y, sobre todo, escaso interés en atacar las irregularidades cometidas, muchos de ellos terminarán cediendo a la tentación del enriquecimiento rápido. Después de todo, en su gran mayoría son políticos y funcionarios reciclados de administraciones anteriores, con los usos y costumbres de siempre. La clave en todo esto es la percepción de impunidad. Absurdo exigir un comportamiento impecable a un burócrata cuando este asume que sus malas prácticas no tendrán consecuencias.
El recambio en la titularidad de la dependencia dedicada a este tema y el arranque de la segunda mitad del sexenio, ofrecen una oportunidad a la 4T para hacer una reflexión sobre sus propios actos. La Secretaría de la Función Pública, y por ende el combate a la corrupción, carecerá de credibilidad en tanto solo ejerza contra los adversarios o entrañe castigos simbólicos en los empleados de rangos inferiores. Pero claro, ejercer la autocrítica y la rendición de cuentas en propio campo, implica salir de la visión maniquea que asume, de entrada, que los de este lado son buenos y los de enfrente son malos por definición.
Jorge Zepeda Patterson
@jorgezepedap