Ayer se registró otro enfrentamiento entre policías y personas armadas en Reynosa. EFE
La celeridad con la que atraparon a La Vaca, el presunto capo responsable de la masacre de Reynosa, provoca sentimientos encontrados. Por un lado, un genuino impulso de agradecimiento por la eficacia con la que se respondió a este infame crimen. Justamente hace una semana, en este espacio, insistimos en que la ejecución de población civil de manera deliberada e indiscriminada constituía un antes y un después en la escalada de violencia que vive el país, una transgresión inaceptable. La indignación que provocó en la opinión pública encontró, con el operativo sobre La Vaca y sus secuaces, una respuesta puntual y oportuna por parte de la autoridad, en este caso las fuerzas de seguridad estatales.
Pero justamente esta eficacia quirúrgica constituye un acto de tal excepcionalidad, que uno tendría que preguntarse ¿por qué si la autoridad puede hacerlo de manera tan eficaz y vertiginosa, no lo hace así sistemáticamente? La Vacaseguramente no estaba esperando la llegada de un contingente que viniera a detenerlo; por el contrario, seguramente intentaba pasar inadvertido luego de la repulsa que había desatado su brutal crimen. Y sin embargo, las fuerzas estatales en materia de días, casi de horas, consiguieron la información necesaria para su captura. Y no solo la información. Podemos imaginar el número de efectivos desplegados por la autoridad para detener a una decena de hombres con tal capacidad de fuego, a juzgar por el arsenal que les fue decomisado.
Parecería que el gobierno sabe mucho más de lo que creemos sobre los movimientos y operaciones de estos grupos, pero por alguna razón no se decide a enfrentarlos salvo en ocasiones como esta, en que se considera que, como los ríos en sus cauces, “se salieron de madre”.
Me recuerda mucho una redada masiva de las fuerzas de seguridad de Estados Unidos en 2011, un operativo simultáneo en varias ciudades en contra de centenares de traficantes de drogas, unos días después de la muerte de un agente de la DEA en la carretera San Luis-Querétaro. Como si el gobierno quisiera decirles a los cárteles de la droga que se tiene la información necesaria para detenerlos cada vez que cometan un exceso inaceptable. Resulta difícil de creer que en unos días hubieran conseguido “la data” que exige un operativo de esa magnitud. Algo similar parecería ser el caso de La Vaca. Lo cual implicaría que, salvo estos exabruptos, existe una suerte de tregua acordada.
Que las autoridades no intervengan más decisivamente en contra de los cárteles obedece a una actitud que, a mi juicio, se sustenta en tres premisas: Uno, que no hay condiciones para enfrentarlos, sea porque no se tiene la capacidad de fuego necesaria para conducir una guerra que, en más de un sentido, es una guerra de ocupación, o porque se considere que la violencia provocada con tal enfrentamiento sería aún más lamentable. Dos, porque se asume que el sistema judicial tiene que ser reformado primero para estar en condiciones de emprender con éxito la batalla jurídica que viene detrás del enfrentamiento físico. Tres, porque se asumió que el despliegue de la Guardia Nacional, la edificación de cuarteles regionales y el creciente protagonismo del ejército iban a ser suficientes para detener el avance de los cárteles de la droga, mientras se subsanan los dos primeros puntos. Pero obviamente no ha sido así. Hay muchas evidencias de que los cárteles han expandido sus territorios y donde ya los tenía han intensificado y diversificado la expoliación de la población.
Enrique Peña Nieto claramente prefirió ignorar el problema y dejárselo al siguiente. Andrés Manuel López Obrador, quien arranca el día con una reunión de Seguridad, difícilmente puede decirse que lo ignore, pero ha preferido retrasar la confrontación por las razones antes explicadas. No obstante, a la luz de la escalada de violencia que experimentamos, el Presidente tendría que preguntarse si no ha llegado el momento de actuar antes de que las bandas criminales continúen fortaleciéndose y se conviertan en entidades inexpugnables. Hay zonas en las que ya parecen serlo.
El hecho de que la 4T se encuentre a mitad de su camino sexenal podría llevar a la consideración de dejar también a la siguiente administración tan espinoso asunto. Pero me temo que la paciencia de la población no alcanza para otros tres años.
Al paso que vamos en la próxima elección presidencial la exigencia dominante entre los mexicanos no será, como lo fue en 2018, el combate a la corrupción y los excesos de la clase política, sino un clamor generalizado a favor de resolver la inseguridad. Lo cual arroja enormes preocupaciones sobre el tipo de presidente que el votante privilegiará en las urnas. Combatir la corrupción o la pobreza requería el perfil de alguien percibido como honesto y con sensibilidad social; pero garantizar la seguridad, o procurarla al menos, exige un casting distinto: alguien a quien se tenga por duro.
López Obrador podrá argumentar que el pueblo seguirá votando por los candidatos del obradorismo porque el problema de la pobreza y la desigualdad sigue vigente. Sin duda. Pero habría que recordar que justamente los pobres son los más afectados por el flagelo de la criminalidad. Los asaltos en el transporte público, la extorsión al comercio ambulante, el riesgo para toda adolescente de un barrio popular, la imposibilidad de circular por la noche en la periferia de las ciudades o en un camino de terracería. Todas estas calamidades muerden con más ferocidad a los que menos recursos tienen. Las estrategias de seguridad a las que recurren las clases altas (elegir horarios y zonas, aislarse y protegerse), en su mayoría están vedadas a quien tiene que ganarse como puede el sustento diario. La criminalidad, igual que los desastres naturales, suele impactar de peor manera a los segmentos populares. Siendo así, los votantes de escasos recursos podrían comenzar a preferir a quien les garantice su seguridad personal, por encima incluso de quien les promete mejoras económicas. Aunque sea por razones de su propia conveniencia, me parece que la clase política tendría que responsabilizarse ya y ofrecer una respuesta cabal ante el monstruo que entre todos ayudaron a construir.
Jorge Zepeda Patterson
www.jorgezepeda.net
@jorgezepedap